(LEYENDA)
TRISTE
y pensativo estaba en los jardines de su palacio el rey moro de Valencia. La tarde era
deliciosa; las refrescantes brisas recorrían el vergel susurrando en las hojas de los
árboles; el canto de los pájaros y el bullicio del día había cesado, y
sólo el rey de los cantores, el pardo ruiseñor, embelesaba con las filigranas de sus
enamorados gorjeos, mientras la plateada luna mostraba su melancólica faz por entre los
celajes de una nube de nácar.
Triste y pensativo estaba el moro debajo de una arcada de yedras y de
jazmines, y en vano recorrían aquella deliciosa mansión, como hadas del Oriente, como
huríes de Mahoma, las hermosas de su harén; ninguna recibía una mirada de cariño, ni
un halago de terneza del adusto moro; en vano suspiraban en aquella cárcel de rosas.
A su lado estaba sentado D. Hurtado, su válido, caballero cristiano
que, renegando de su fe y desterrado de su patria, había buscado amparo y refugio en la
corte de Abuzeyt.
--Hurtado --dijo el moro--; si consiguiera lo que anhela mi corazón,
la alegría volvería a mi alma, renacería mi brío y mi altivez, con que reprimiría el
orgullo de los nobles descontentos, y estas hermosas que aquí están prisioneras con
doradas cadenas, marchitándose como las flores, sin un beso, sin una caricia, rotos sus
lazos, libres, volarían como blancas palomas a sus arenas africanas. Pero, ¡ya!, por
más que sueño, mi sueño nunca quizá llegará a ser realidad.
--Qué os pasa, pues, mi señor? Desahogad conmigo vuestro pecho, que
si en algo puedo serviros, aquí me tenéis.
--Yo he visto a una cristiana; la he visto en el banquete de un
muzárabe muy rico; fui a firmar alianzas con él para que me ayudara contra los
descontentos, y tengo para mi, que al ver aquella beldad, firmé mi esclavitud. Es
hermosura, que tiene los ojos azules como los pétalos de mis lirios, las pupilas verdes
como las hojas de mis datileros y el talle esbelto como el de estas palmeras que adornan
mis jardines, me ha robado la libertad, me ha cautivado el alma toda. La llamé paraíso
de Mahoma, paloma azul de la Meca; y ella, con un mirar y un reír más gratos que la
sonrisa de la aurora y los rayos del sol naciente, respondióme: «Gracias mil, noble
príncipe; mejor diríais cristiana que paloma de la Meca, pues sierva de Cristo soy».
Entonces, Hurtado, dióme vuelto tal el corazón, que estuve a punto de renegar del
Profeta, y a las plantas de aquella niña adorar al Dios que ella adoraba, sólo por
conseguir su amor. ¿Qué haré yo para poseer esta beldad?
--Yo os daré un consejo --dijo entonces Hurtado--. Hay aquí unos
frailes franciscanos que frecuentan mucho la casa de D. Pedro Cardona, el rico muzárabe;
podéis llamarlos y darles la comisión de alcanzar del noble muzárabe lo que vos pretendéis;
si no quisieran atender vuestros ruegos, emplead entonces las amenazas y el castigo, y si
el noble también se resistiera, hacedlo prisionero, pues vuestros partidarios son aún
más numerosos que los del Giomail-Ben-Zeyán, que intenta arrebataros el trono, y nada
tenéis que temer.
--Pues mañana los haré comparecer en mi presencia.
II
Pasó la noche. Al salir el sol del nuevo día, se presentaron al rey moro fray Pedro y
fray Juan.
Capucha y tosco sayal vestían, y sus semblantes modestos revelaban un
alma pura que no conoció el crimen, ni los excesos del vicio. Joven es el uno, pero su
frente está pálida por el ayuno y su cuerpo macerado por el cilicio; en el otro, los
años y la penitencia encorvan ya su cuerpo y convierten sus cabellos en finísimos hilos
de plata. Al verlos entrar el moro, de esta manera les dice:
--Días serenos y tranquilos disfrutáis en mi ciudad los nazarenos.
Libertad se os ha dado para que levantéis templos y monasterios, donde sólo debía de
haber mezquitas, y en ellos adoráis libremente a vuestro Crucificado. Desde hoy mismo mi
clemencia y bondad para con vosotros será mayor. Quiero dejar mis sultanas y desposarme
con una cristiana, que vosotros conocéis muy bien. Se llama Alda.
--La hija de D. Pedro --dijo fray Juan.
--Esa misma; ha cautivado mi alma. Yo sé que ese caballero cristiano y
su hija os quieren, y por eso os nombro por medianeros.
--Señor --reparó luego el más anciano--, si no renegáis antes de
vuestro falso Profeta, no puedo admitir vuestro encargo.
--Pues lo tendréis que admitir, por fuerza o por voluntad.
--¡Ah, señor! Yo sólo obedezco a mi Dios.
--¡Qué soberbia! Pues despreciáis mi mandato, pagaréis con la
sangre vuestro fanatismo.
--Así conseguiré la palma del martirio.
--Mandaré derribar vuestros templos, me apoderaré de vuestras
riquezas y no habrá perdón ni para las mujeres ni para los niños.
--Nuestras riquezas son toscos sayales y cilicios, y de nuestros
cuerpos podéis hacer lo que os plazca pero no podréis arrebatarnos nuestras almas.
--Mandaré arrancaros los ojos, y con los ojos, la vida.
--Dios es justo y sabrá también arrancar el cetro de vuestras manos.
Después de este corto diálogo, Zeyt despidió a los dos frailes con
malas maneras. Aquel mismo día, la anarquía y el desorden de los descontentos moriscos
tenían en alarma la ciudad, y el espanto y la confusión aumentaban por momentos. Grupos
de sediciosos recorrían las calles, dando gritos de muerte y de exterminio. Sólo
necesitaban un jefe que se pusiera a su cabeza y los dominara y los impulsara para
destronar a Zeyt y cometer toda clase de excesos.
Antes de que llegara el mediodía, Hurtado se presentó en el palacio
del rey moro, sobresaltado y alarmado por los acontecimientos de aquel día.
--Señor --díjole con voz entrecortada y al mismo tiempo colérica, es
preciso que penséis en salvar vuestra persona; los revoltosos recorren las calles al
grito de «muera Abu Zeyt y viva Giomail-Ben-Zeyán». Dicen que tenéis tratos ocultos
con los franciscanos, y que secretamente os habéis hecho cristiano. Si queréis conservar
el trono, es preciso que hagáis pública manifestación de vuestra religión.
--¿Y cómo? --contestó el moro, hondamente impresionado.
--Dando públicamente muerte a esos ministros del Crucificado. Ellos
son la causa de ese popular tumulto.
--¡Por Alá, que he de mandar arrancarles los ojos antes de que muera
el día!
Y mandó cumplir sus órdenes.
Cuando Zeyt hizo prisioneros a fray Juan y a fray Pedro, y atados a un
árbol, junto a las riberas del Turia, fueron atravesados y sus cadáveres arrojados al
fondo del río, era ya tarde.
Los moriscos revoltosos fueron en tropel a casa de Abu
Giomail-Ben-Zeyán, hijo de Modef y nieto del rey Lupo, y proclamándolo rey de Valencia,
corrieron al palacio en busca de Zeyt, para darle muerte.
Había llegado la noche. El palacio estaba defendido por los guardias y
esclavos de Zeyt. Este se paseaba por su habitación, inquieto y agitado, sin decir tina
palabra a su valido, que estaba en su compañía. El pueblo, amotinado, no tardó
en llegar a las puertas del palacio. Entonces, Zeyt se aproximó a tina ventana, y cuando
oyó claramente los tumultuosos gritos de las turbas numerosas, que se agolpaban a la
entrada, diciendo: «¡Muera Abu Zeyt y viva Giomail!», el pánico se apoderó de su
corazón.
La lucha habla empezado y los amotinados intentaban penetrar en el
palacio. Viendo el valido que era imposible resistir, dijo a Zeyt:
--Señor, somos vencidos; es preciso huir. Entonces el rey moro
descendió con su valido y con algunos de sus guardias a un sótano, y penetrando por un
largo pasadizo subterráneo, fueron a salir fuera de la ciudad. Luego montaron en sus
caballos y huyeron a galope tendido.
III
--¡Oh, vega de Valencia! ¡Oh, deliciosas riberas del Turia, pobladas de rosales y de
naranjos! Que las sombras de la noche os cubran para siempre, hasta que arrojéis de
vuestro seno a aquel que alza su tienda en tierra que no es suya. ¡Oh, Patria mía! Que
jamás vuelva el sol a dorar con sus rayos tus playas y tus campos de esmeraldas; ni a ti,
ciudad querida, vergel del paraíso, las rumorosas brisas te lleven en sus alas la
frescura del mar y el aroma de los jardines, mientras habiten en tus moradas los
traidores. ¡Mal haya Giomail-Ben-Zeyán! ¡Mal hayan los usurpadores!
Así se plañía, al partir, Abu Zeyt, y abrazándose amorosamente a
una gran peña, en que se apoyó un momento, mirando hacia la ciudad, exclamó:
--¡Adiós, oh Patria, abrázame! Tu dulce nombre me valga. Yo volveré
en su día, y volverá conmigo, radiante, esplendorosa, tu libertad perdida.
A la luz de la luna, que iluminaba el horizonte despejado, el
destronado rey caminó toda la noche con los suyos. Cuando llegaron a Teruel, allí estaba
el rey D. Jaime preparando una campaña contra el reino de Valencia.
Al entrar en esta ciudad, las calles se llenan de gente, para ver al
rey moro, con sus jinetes, y los curiosos se preguntan unos a otros:
--¿Adónde irá el rey destronado? ¿Adónde irá? Quizá a pedir
venganza al rey D. Jaime; quizá a ofrecérsele como vasallo.
En la sala de un palacio, así conversa el rey destronado con el rey D.
Jaime, mientras los demás escuchan:
--Señor --dice el rey moro--, vos que sois el Sultán del Fuego, que
Alá envió al mundo para librar a los pueblos de los tiranos, Valencia os llama, Valencia
os espera, presa entre las uñas del gavilán, para que vos la salvéis y la restituyáis a su verdadero dueño.
--No quiero a Valencia mora --contestóle el rey D. Jaime--; yo la
quiero cristiana.
--Mía es Valencia; pero si vos la queréis, arrancar de las manos del
tirano y usurpador Ben Zeyán, vuestra sea.
--Yo os devolveré parte de vuestras tierras y el palacio que tenéis
en la ciudad para que en él viváis.
--¡Oh, gran Sultán del Fuego! Reconocedme por vasallo vuestro y os
rendiré homenaje y pleitesía.
--Yo os cedo Ricla y Magallón, y os reconozco como buen caballero y
vasallo mío.
IV
Corría el año 1238. El destronado rey no abandonó ya la corte de D. Jaime, y con la
frecuente comunicación con los cristianos, y sobre todo con el consejero del rey, San
Pedro Nolasco, movido un día por una inspiración del cielo, se convirtió al
cristianismo, aunque secretamente, porque los moros de su parcialidad no se ofendiesen; se
bautizó con el nombre de Vicente Belbis.
Luchó con verdadero heroísmo al frente de un cuerpo de jinetes
árabes de su bando, distinguiéndose en Murviedro; en compañía de los tercios de
Daroca, ganó inmarcesibles lauros en la batalla del Puig de Santa Maria, donde tuvo la
dicha de ver la aparición del batallador San Jorge. Casóle el arzobispo de Zaragoza con
una ilustre dueña aragonesa, llamada Domenga López, en quien tuvo una hija, a quien puso
el nombre de su antigua amada, la valenciana Alda, y la desposó con el Señor de Arenós.
Y cuando lleno el corazón de cristiana fe, se presentó durante el cerco delante de las
puertas de Valencia su ciudad querida y llorada, desmontando de su caballo, clavada en
tierra la punta de su acero y besando la tierra que le vio nacer exclamó lleno de
entusiasmo: «¡Oh, Valencia! ¡Oh, vergel de la tierra! Ya ha llegado la hora; que el sol
dore con sus rayos tus torres y tus palacios y te regale con las llamas de sus inmaculados
besos, y que las embalsamadas auras de tus floridas llanuras y de tus verdes naranjales
refresquen tu abatida frente.
«¡Oh, patria mía! Ya ha llegado la hora; tras largo destierro,
cansado de sufrir y herido el corazón por las nostalgias, llevando siempre tu recuerdo
santo, vuelve a ti tu destronado rey, como la golondrina vuelve a su nido. Ante tus
puertas, sultana del Turia, y cambia tu traje de mora por el de cristiana, porque tu
señor adora a otro Dios distinto del que antes conocías. Ya ha llegado la hora. ¡Oh,
Patria! ¡Bendita seas!»
Así dijo, y luego que Valencia fue conquistada, el rey don Jaime
dióle estado y el mismo palacio que tenía en la ciudad cuando rey, y acordándose haber
martirizado a los compañeros del Seráfico Padre San Francisco, fundó una iglesia en su
memoria.
De este rey son descendientes los marqueses de Benavides, con apellido
de Belbis.