(TRADICION)
CUANDO San Valero y San Vicente pasaron por Daroca para ir a
Valencia, donde recibió éste el martirio y aquél el destierro, ya la mayor parte de los
habitantes de Agiria eran cristianos. En todas partes por donde viajaban aquellos dos
ilustres santos hacían maravillosos prodigios, que aumentaban el número de los
convertidos.
Uno de aquellos prodigios lo conserva Daroca, como recuerdo indeleble,
en una milagrosa página de la crónica de aquellos tiempos, que solamente refiere la voz
de la tradición. Es como sigue:
Era una tarde del mes de julio; el so] plegaba sus ojos de oro; el
ambiente era todavía cálido, y se respiraba un aire de luego. Bajo el emparrado de la
casa de un patricio romano, dos mujeres, una de porte distinguido, y otra, al parecer,
esclava, conversaban de esta manera:
--¿Hasta qué hora, Gelia, estuvisteis anoche en la mansión que
llamáis Nazareth?
--Mi señora Plácida, ya serian cerca de las doce.
--¿Pues qué hicisteis allí tanto rato?
--Anoche nos reunimos todos los hermanos, y fueron bautizados dos
hermosos niños y la hija del jefe de la guarnición del castillo.
--¡Por Júpiter! ¿Cómo se ha atrevido esa niña a hacerse cristiana?
--Su padre está ahora en Cesaraugusta, recibiendo órdenes de Daciano.
--¡Pobre niña! ¡Tan hermosa y tan joven, y tan orgulloso como está
su padre con ella, el cual piensa casarla con un joven patricio de Roma muy rico! Cuando
se entere de que la habéis seducido, ¡ay de vosotros, los cristianos!
--Días de sangre nos esperan.
--Esclava mía, Gelia: yo te quiero corno si fueras hija mía; eres
jovencita y hermosa. Si me prometes hacer lo que te mande, yo te daré la libertad y te
casaré con un joven noble de Agiria.
--Decid, señora.
--Mira. Ya sabes la terrible persecución y las crueles matanzas que
contra los cristianos ha decretado Daciano. Vuestro obispo Valero y un joven que le
acompaña, llamado Vicente, han caído en manos de sus lictores, y mañana mismo pasarán
por aquí, camino de Valencia, donde recibirán muerte afrentosa; dentro de pocos días
vendrá también Daciano, y ya sabes que todos los cristianos que no quieren sacrificar a
los dioses serán atormentados y quemados en una hoguera. Hija mía, yo te quiero librar
de una muerte tan atroz. Renuncia, pues, a esa secta, de la que se cuentan tantas
maldades.
--¡Ah, mi señora Plácida, cuán poco conocéis a los cristianos! Si
supieseis los misterios de su religión santa, vos misma os haríais cristiana y
preferiríais derramar hasta la última gota de vuestra sangre antes que sacrificar a los
falsos dioses.
--Eres muy niña, te han robado el conocimiento y no sabes lo que dices.
--Señora mía, os tengo compasión, porque no conocéis la luz de la
verdad.
--¡Vaya, no hables así! Porque eres mi esclava, y las esclavas deben
estar sumisas a sus dueñas.
--No he querido faltar a mi señora. Pero yo desearía que si mañana
viene nuestro obispo Valero, con su diácono, vierais la dulzura de su semblante y oyerais
su misteriosa palabra.
--Tal vez tenga ocasión de verlos y de oírlos, pero no soy de tan
flaco entendimiento que me convenzan de la falsedad de nuestros dioses y me conviertan a
la religión de Cristo crucificado.
Así las dos conversaban animadamente, mientras las frescas auras de la
tarde oreaban sus nacarinas frentes y jugueteaban en los pliegues de sus vestiduras y en
los rizos de sus ondeantes bucles. La noche llegó. Al día siguiente, el cielo estaba
sereno y limpio; ni una nube empañaba el azul del horizonte, ni una ráfaga de aire
agitaba las hojas de los árboles. El sol, rojo al nacer, iba tomando un color
blanquecino, y sus rayos descendían como saetas de fuego. Un calor insoportable caldeaba
la atmósfera, y era casi imposible transitar por las calles y por los caminos.
Por la vía de Care (Cariñena), con los rostros cubiertos de polvo y
sudor, viene un grupo de soldados. En medio llevan a dos prisioneros cargados de cadenas y
con las frentes descubiertas a los ardores de un sol canicular.
Las sutilísimas hebras de plata que cubren la cabeza del uno, revelan
su ancianidad; su traje sencillo, su aspecto modesto, su rostro pálido por el ayuno y su
cuerpo macerado por la penitencia, demuestran la inocencia y la santidad de su alma. El
otro, a quien fía sus íntimos secretos, es un joven humilde, pero agraciado; su frente
espaciosa, su penetrante mirada, su rostro expresivo, su voz agradable y sus delicados
ademanes, dan indicio de que posee una inteligencia clara y una elocuencia arrebatadora.
El uno es el obispo Valero y el otro su diácono Vicente. Los soldados que los conducen,
más crueles que tigres africanos, los insultan, los maltratan y los golpean por el
camino. La sed los devora, y en ninguna fuente les permiten refrescar su abrasada boca.
Con el calzado roto, los pies ensangrentados de tanto caminar, el traje
cubierto de polvo y el rostro manchado por el sudor, los dos viajeros penetran en Agiria.
El anciano, encorvado bajo el peso de los años y de la fatiga, y apoyado en su báculo,
llega rendido y muerto de sed, y si no fuera porque el diácono Vicente le ayuda
llevándole del brazo, exánime cayera antes de llegar al lugar del descanso.
Multitud de niños y de gente del pueblo rodean a nuestros dos héroes
y a los soldados que los conducen. Hospédanse en casa de una noble matrona, situada en la
calle de la Gragera, donde se sirve a los soldados agua en ánforas porosas y
refrescantes; sólo los primeros son desatendidos y privados de la necesidad de beber,
aumentándose su sed viendo el agua fresca en los bellos recipientes.
Varias mujeres, compasivas, sin duda cristianas, al ver cómo sufrían
nuestros dos santos, se apresuraron a servirles agua en unas pequeñas jarras; pero
aquellos feroces soldados las rechazaron diciendo: «¡Fuera de aquí! Si estos enemigos
de nuestros dioses quieren beber, que saquen el agua del seno de la tierra, como han hecho
en Care.»
Plácida, en cuya casa estaban descansando soldados (aún señala la
tradición el lugar donde se hallaba la casa), no apartaba los ojos de aquellos dos pobres
prisioneros, cuyo demacrado semblante y respiración fatigosa, mostraban el horrible
sufrimiento que les hacía padecer la sed. Mujer de sensible corazón y de sentimientos
compasivos, no podía ver que aquel anciano sufriera tanto, y varias veces se acercó a
servirles agua, pero aquellos hombres sin entrañas no se lo consintieron.
El
pobre anciano, sofocado y sin fuerzas, cayó al suelo exánime y sin alientos; entonces el
joven diácono, movido por una inspiración del cielo, tomó el báculo del santo, y en
presencia de la multitud hirió con él tres veces el suelo, y brotó un chorro de agua
cristalina, con que el anciano pudo aplacar la sed que le devoraba.
Plácida, al ver tan grande prodigio, no pudo menos de sentirse
profundamente impresionada y dudar de la falsedad de sus dioses y confesar el poder del
Dios de los cristianos.
A los pocos días, Plácida, convertida al Cristianismo, acudía con su
esclava Gelia a las reuniones nocturnas que los cristianos tenían en la ermita de
Nazareth para celebrar sus cultos.
Esto es lo que cuenta la tradición.
En el mismo sitio donde San Vicente realizó el prodigio que acabamos
de referir, se construyó después el poco, que todavía llaman de San Vicente.
El agua de este pozo nunca se ha agotado, y siempre ha servido de gran
utilidad para los vecinos de la calle de la Gragera. Antiguamente se sacaba de él el agua
necesaria para la construcción de las murallas, y en todo tiempo, para todos los usos
domésticos.