LA PROFECIA DEL PEREGRINO

(LEYENDA)

 

    ERA una tarde del mes de agosto del año 1564. Con un báculo en la mano, cubierta la cabeza con un sombrerillo Calle Mayorredondo, el rostro enjuto, las barbas crecidas, tendida la cabellera sobre una esclavina bordada de conchas, envuelto en una capa raída y parda, penetra por las puertas de la ciudad un peregrino, y seguido de una turba de curiosos chiquillos llega a la Colegial, entra en la capilla del Santísimo Misterio y, santiguándose devotamente, se postra en tierra, y con la frente pegada en el suelo adora los Santos Corporales, quedando luego sumido en larga y fervorosa oración.
    Próxima a la iglesia de San Andrés tenían su casita, humilde pero aseada, unos sencillos labradores, muy buenos cristianos. Llamábase él Martin Armillas y ella Teresa Moreno; hacía muchos años que habían contraído matrimonio, y a pesar de que con lágrimas, ruegos y oraciones habían pedido al Santísimo Misterio les concediera un hijo, para consuelo de su vejez, el Señor parecía mostrarse, hasta entonces, sordo a sus súplicas.
    El peregrino, luego que hubo terminado su oración y su promesa, besó tres veces el suelo, se santiguo con agua bendita y salió del templo en busca de un albergue donde pasar la noche. Dirigiéndose hacia la iglesia de San Andrés, llama en la primera casa que encuentra, diciendo: «Ave María Purísima». Y una voz femenina responde desde dentro: «Sin pecado concebida». «Un peregrino, que viene de lejanas Iglesia de San Andréstierras, pide, por amor de Dios, hospitalidad en esta santa casa». Sale entonces Teresa, y afable y caritativa, dice, al verlo: «Pase el buen peregrino, pase; somos pobres, pero no le faltará mesa y lecho».
    Luego llegó Martín, y mientras cenaban, referíales el peregrino las maravillas y prodigios que había visto en Santiago de Compostela y las aventuras que le habían sucedido en el camino. Asombrados escuchaban aquellos relatos los humildes labradores.
    Terminada la cena, Teresa mostró al peregrino el aposento que le había dispuesto para descansar. El peregrino le dio las gracias y se puso a rezar sus oraciones antes de acostarse.
    Al día siguiente, muy temprano, se levantó; oyó misa en la capilla de los Corporales, recibió el Pan de los fuertes y volvió a despedirse de sus hospitalarios labradores, quienes le tenían preparado un frugal almuerzo. El buen peregrino no Casa del Almudísabía cómo agradecerles tan sincero acogimiento y tanta generosidad, y después de manifestarles que iba a Roma para cumplir un voto, al despedirse se postró de rodillas en el umbral de aquella casa, besó humildemente el suelo, alzó los brazos en alto, invocó a Dios, bendijo a sus bienhechores y dirigiéndose a Teresa la dijo estas últimas palabras: «Hija, ten fe y esperanza en Dios, que todo lo puede. Yo, en su nombre, te prometo que antes de un año darás a luz un hijo; verás su nacimiento rodeado de maravillosos acontecimientos; lo consagrarás al Santísimo Misterio, y cuando sea mayor, entrará en una Orden religiosa y llegará a ser el varón apostólico más extraordinario que venere Roma en el presente siglo».
    Teresa quedó asombrada al oír estas palabras, y el peregrino partió camino de Roma.
    La profecía del peregrino se cumplió al pie de la letra. El día 12 de agosto de 1504, por la tarde, movida Teresa de una inspiración del cielo, salió de paseo con dos amigas suyas, y estando en la viña, le vinieron los dolores del parto, tan recios y agudos, que las dos mujeres corrieron a la población en busca de socorro. Entonces, dicen las crónicas, los ángeles, al verla en aquel desconsuelo y sola, bajaron a consolarla en su parto, y dándole una misteriosa copa de licor sagrado, bebió, se confortó y dio a luz un hermosísimo niño, que tenía una estrella lucidísima en la lengua y una cruz en la espalda, señales todas ellas que presagiaban que aquel niño llegaría a ser el venerable P. Fr. Pedro de la Madre de Dios, carmelita, quien según reza su necrología, fue predicador apostólico de los papas Clemente VIII, León XI y Paulo V; reformador de la Orden de San Agustín y comisario de la Propaganda de la Fe; despreció la púrpura cardenalicia, y después de una vida fragantísima, llena de santidad y de milagros, murió el día 12 de agosto de 1608.

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