(TRADICION)
ES
tradición constante en la antigua ciudad de los Corporales, Que los discípulos de San
Torcuato, natural de Bílbilis (Calatayud) y uno de los primeros que convirtió
Santiago, fueron los que sembraron en la pequeña Agiria (Daroca) la semilla del
Evangelio, y que la Ermita de Nazareth, que se halla en la falda del monté de San
Cristóbal, tallada en una roca, fue construida por los primeros fieles agirianos.
También se refiere que antes de fabricarse dicha ermita, había en este mismo lugar una
gruta, donde los antiguos griegos, que habitaban la calle de la Gragera, se reunían
durante la noche para tributar su culto a la diosa Diana, siendo ellos los primeras que se
convirtieron al Cristianismo.
De labios de los habitantes darocenses he recogido la siguiente
tradición de la antiquísima Ermita de Nazareth, que en los mismos o parecidos términos
voy a referir a mis lectores.
I
En un lugar solitario y escondido de la antigua Agiria, junto a la cortada roca que mira
al sur, una virgen griega, hermosa como una estatua del frisco del Partenón, penetra en
misteriosa cueva, seguida de un grupo de doncellas, vestidas de blanco y con coronas de
hiedra, mirto y rosas blancas.
¿Quién es? ¿A dónde va con esas jóvenes a la hora en que la noche
ha extendido su manto (le sombra sobre la tierra?
En su semblante se dibuja un sello, al par que grato, misterioso; su
voz tiene el timbre d una sacerdotisa; sus ojos brillan con el fulgor de las graves
miradas de una divinidad: cuando baja los párpados su sombra se esfuma sobre la nítida
blancura de sus mejillas; su rostro es hermoso como el alborear de una mañana de mayo; su
cabello es negro como fibras de ébano, y su talle flexible como la palmera de Delos.
¿Quién es? Es Corma, la hija de Licaón, el anciano y ciego sacerdote de los griegos de
Agiria; los habitantes de la calle de Gragera la llaman la «Virgen Blanca»; por su boca
el Oráculo habla y predice las cosas futuras.
¿A dónde va cuando la luna se eleva sobre el horizonte derramando
sobre las flores besos de azucenas?
Va a dirigir el coro de las vestales y a presentar sus ofrendas a la
casta diosa.
II
Ya se aproxima la hora. En un rincón de la gruta arde el fuego sagrado; frente a la
entrada hay un altar tallado en roca y sobre el altar una estatua de bronce de la diosa
Diana. Delante de la gruta se extiende una pequeña plaza, cubierta de verdor; las rocas
cortadas se alzan en torno de ella, como las murallas de un anfiteatro.
La luna, que se había remontado con suave lentitud, estaba al parecer
inmóvil y como suspendida en medio del firmamento; su dulce
claridad hacía ver los objetos como a través de una gasa azul. El ciego Licaón, sentado
sobre una piedra, con su cayado entre las piernas, esperaba que el coro de las doncellas
diese principio a la danza nocturna. Corma, cuyo vaporoso velo ondeaba trémulo en rededor
de su esbelto talle, como las blancas alas de un cisne, se presentó en medio de aquella
plazuela al frente de sus doncellas, como una visión fantástica salida del seno de la
noche. La hora del sacrificio ha llegado. Una ternerilla blanca recién nacida es
sacrificada. Las nueve compañeras, vestidas de leves túnicas y dejando por un lado
descubierta su blanca y torneada pierna, presentan las ofrendas de los frutos a la diosa y
dan principio a la danza, mientras sus voces argentinas, como flautas de oro y de cristal,
desgranan el sartal de perlas de este canto armonioso:
--«¡Salve, casta Diana, salve!
¡Reina de la noche! Tú, que amas las sombras de los bosques y la
soledad rumorosa de los valles; tú, que vagas por los espacios sobre un carro de plata
durante las tranquilas horas del sueño, desciende y recibe los ramos de doradas pomas y
un par de tórtolas blancas que te ofrendan tus vírgenes elegidas.
Al compás de la danza, repitamos sin cesar: ¡Salve, casta Diana,
salve! ¡Oh, encantadora deidad de los cielos! Tú, cuya faz nacarina, apenas se muestra
en la bóveda azul, las nubes se disipan, las estrellas parpadean como rutilantes pupilas
misteriosas, las flores abren su cáliz, y el celestial rocío, como menudas perlas,
desciende a coronar sus pétalos de seda, haz que nuestra juventud brille
sin marchitarse, que en nuestros lares brille la paz de tus bosques y el encanto de tus
murmuradores ríos.
Al compás de la danza cantemos a la diosa: ¡Salve, casta Diana,
salve! »
Aun no se habían apagado los últimos rumores del himno, cuando una
agitación extraña se apodera de la «Virgen Blanca». Súbitamente el color huye de su
semblante, siniestras miradas lanzan sus ojos, sus cabellos se erizan, su pecho se eleva y
su voz adquiere un tono del todo aterrador y misterioso; las doncellas enmudecen de pavor,
y el ciego anciano, con voz trémula, exclama: «Poderosa deidad, que te muestras en esta
mansión solitaria, dígnate revelarme tus designios, que pronto estoy a cumplirlos.»
A estas palabras, Corma, con más horribles convulsiones y entre
confusos y extraños gritos, prorrumpe: «¡Un hombre...! ¡Un hombre misterioso llega...,
vedlo..., por allí..., por las orillas del río...! ¡Ay de nuestros dioses! ¡Huyen...,
huyen...; cesará para siempre su imperio...!»
La «Virgen Blanca» vuelve en sí, y acompañada de su padre, el
anciano Licaón y las nueve compañeras, llenas de estupor, se retiran a sus moradas,
pensando en la extraña y pavorosa revelación del Oráculo.
III
Por las orillas del Jiloca avanza un hombre con dirección a la pequeña Agiria. Su traje
es sencillo y tosco, su andar ligero, su aspecto revela que todavía se halla
atravesando la primavera de la vida.
Pero ¿quién es ese joven y cuál es el fin de su viaje en tan
extrañas horas de la noche? Sigamos sus pasos y él mismo nos dirá quién es. Al entrar
en Agiria observa que todas las puertas están cerradas y sus moradores se han entregado
al sueño. Se dirige a la calle de los griegos, endereza sus pasos calle arriba, y al
cruzar por delante de una puerta, a través de las hendiduras de la misma ve luz dentro y
observa que alguien vela. Llama, y una voz dulce de mujer responde:
--Quién es?
--«Un viajero, fatigado de tanto caminar, demanda hospitalidad en
vuestra casa» --contesta el caminante.
Corma, aturdida y confusa al oír la voz de un desconocido, sospecha si
será el hombre misterioso que le hizo ver el Oráculo, y temerosa dice a su padre:
--Padre mío, han llamado; ¿si será el hombre misterioso? ¿Le abro?
--Hija mía --dice Licaón--, no quiero que en Agiria se diga que el
anciano sacerdote de los dioses ha negado la hospitalidad a un suplicante; ábrele.
Abre, Corma, y el viajero, al cruzar el umbral de la puerta, dice:
--«Paz a esta casa y a los que en ella habitan. Perdona, joven, si
vengo a molestarte; me ha sorprendido la noche y no he encontrado asilo donde dar reposo a
mis fatigados miembros.»
--«Bien venido seáis» --responde Corma, tomándole un hato que
llevaba en las espaldas y un báculo en la mano.
Encontrábase Corina tan confusa y turbada en presencia del nuevo
huésped, que no acertaba a proferir palabra.
--«Los genios de la noche --dijo Licaón-- os habrán extraviado y os
habrán conducido a esta morada.»
--«¡Oh, anciano! Sólo hay un Dios, que es el hacedor de todo lo
criado.»
--«¡Oh! --dijo Corma admirada--, ¿sois acaso algún dios bajo la
figura de un mortal?»
--«Tierna doncella, yo no soy más que un hombre como vosotros,
encargado de daros a conocer a ese Dios desconocido,
único, omnipotente, bueno y justo.»
--«¿Pues quién sois y de dónde venís?»
--«Mi nombre es Torcuato (1); mi patria
Bílbilis; pero yo estaba en Cesaraugusta cuando los enviados del verdadero Dios me lo
dieron a conocer y me comunicaron parte de su poder y divinidad.»
--«Y ¿quién es ese Dios desconocido?» --replicó Licaón.
¡Ah! Ese Dios es el que sacó de la nada el Universo y crió nuestras
almas con su soplo divino; es nuestro Padre, que está en los cielos, el Padre de las
misericordias, el que nos ha enviado al divino Redentor, infinito Dios como Él, que no
pudiendo ser contenido en el cielo ni en la tierra, se encerró en el seno de una Virgen,
la Virgen de Nazareth, la estrella de la mañana, la Reina de los ángeles y de los
hombres; el que nació en un pesebre sobre humildes pajas, paseó por las orillas del
Jordán y de los lagos de Palestina haciendo maravillas; calmó las tempestades, caminó
sobre las aguas, dio vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos y salud a
los enfermos; convirtió el agua en vino, multiplicó los panes y los peces
milagrosamente, y poseído de un amor infinito a los hombre, quiso por salvarlos verter
toda su sangre, clavado en un madero. El me comunica su poder y guía mis pasos para
derramar sobre vosotros los regueros de lumbre divina que brotan de su Evangelio.
Encendido mi pecho en el fuego de Dios...»
El extranjero, al pronunciar estas palabras, se puso de pie; sus ojos
brillaban de un modo sobrenatural; en su frente llameaba la inspiración del cielo y en
todo su aspecto se dibujaba algo profético y divino que causaba asombro. Corma, con la
vista fija en aquel hombre extraordinario, permanecía extática y fascinada. Hubo un
momento de silencio, hasta que el ciego Licaón, sobreponiéndose a su estupor, dijo:
--«¡Oh, joven! Danos a conocer el poder que os ha comunicado ese
vuestro Dios.»
--«Pobre ciego, anciano venerable, si creéis en El, yo os mostraré
las maravillas de su divinidad y de su poder: tened fe.»
Entonces, Torcuato hincó sus rodillas en el suelo y alzando al cielo
sus manos, murmuró una plegaria; luego se dirigió al anciano,
hizo la señal de la Cruz sobre sus párpados y ¡oh prodigio!, el ciego recobró
repentinamente la vista. Licaón y su hija, llenos de admiración, le abrazan
cariñosamente, y alumbrados por una luz interior, caen de rodillas prorrumpiendo en estas
palabras: «¡Oh! Tu Dios es poderoso y grande; nosotros queremos abrazar tu religión.»
Entonces Torcuato los bendijo, y alzándolos del suelo, los tres se
sentaron, y comenzó a instruirlos en la fe de Cristo.
IV
Pasaron algunos días. Torcuato se había marchado a otras tierras a sembrar la semilla de
la fe cristiana y prometió entrar cuando volviera.
--¿Qué tiene la «Virgen Blanca» --se preguntaban los habitantes de
Agiria--, que no sale de su morada, ni el coro de las doncellas celebra las danzas
nocturnas frente a la gruta misteriosa? ¿Qué tiene su anciano padre, el sacerdote de los
dioses, que ya no sacrifica blancas ternerillas recién nacidas a los dioses protectores?
¿No era ciego? Pues ¿quién le ha devuelto la vista?
Así se preguntaban, llenos de incertidumbre y de curiosidad, los
romanos gentiles de Agiria. Vosotros, queridos lectores, oíd la narración
de lo que sucedió después que Torcuato partiera a otros países.
Era una noche. La «Virgen Blanca», convertida al Cristianismo,
reposaba tranquila en su lecho; el sueño, con sus alas de cínife, cerró sus párpados;
su imaginación vagaba, como un ángel alado, por un cielo de luces, y su corazón,
henchido de santos amores, se mecía en un ambiente de purísimos ensueños. De repente,
su habitación se inunda de una claridad celeste; una visión arrobadora, semejante a una
virgen inefable, se le aparece sonriendo de una manera fascinante. Es Maria, que con voz
arcangélica, le dice: «Hija mía: ¿sabes quién soy?»
--«¡Madre...! ¡Madre mía! Vos sois la Virgen de Nazareth, aquella
cuya historia me refirió vuestro siervo Torcuato. ¿Qué deseáis, divina Señora?»
--«Hija mía; quiero que de la gruta donde antes sacrificabas a los
ídolos, hagas una ermita, en la cual mi hijo y yo seamos venerados.»
Apenas pronunció estas palabras, la Virgen miró al niño que llevaba
en los brazos, quien con su linda manecita bendijo a Corina, y desapareció la visión.
Algún tiempo después la gruta era una ermita dedicada a la
VIRGEN DE NAZARETH
(1) San Torcuato, uno de los nueve compañeros que convirtió Santiago, fue designado Obispo de Liparia, y después de Accio, hoy Guadix. En el aniversario de su muerte, todos los años, según piadosa tradición, florecía un olivo y daba abundantes frutos, cuyo aceite curaba a muchos enfermos. Su cuerpo fue trasladado a Galicia, donde se conserva en un convento de Benedictinos.