AL
norte de la ciudad, frente al ruinoso y ceniciento castillo que se alza sobre un
gigante peñón, y en la parte más oriental donde termina el lienzo de la muralla,
elévase un vetusto torreón de forma cuadrada y hecho de tierra y argamasa, resistente a
las inclemencias del tiempo y a los rudos golpes de la piqueta destructora. Su cimiento es
de piedras aglomeradas unas sobre otras, cuya sólida trabazón y estructura revelan que
ya en tiempo de los romanos debió de existir allí algún baluarte.
Actualmente tiene la entrada por una puertecilla que está situada a
bastante altura y o la que da acceso una escalerilla de yeso y de ladrillos. En sus
rojizas y toscas paredes no se ven más que dos estrechas viseras. Su aspecto exterior
indica haber sido derribado y reconstruido varias veces. Aislado y levantado sobre un
montículo que domina un dilatado horizonte, parece centinela avanzado, puesto al extremo
del lienzo mural.
La tradición conserva todavía el poético nombre que los árabes, al
conquistar a Agiria, le dieron, por el héroe que hasta morir lo defendiera. Este acto de
abnegación y de heroísmo refiérese del siguiente modo:
I
Las huestes vencedoras de Tarik, partiendo de Toledo, se encaminaban hacia las fuentes del
Tajo, y atravesando las ásperas sierras de Arcábica, Molina y Segoncia, se dirigían a la ciudad
de Cesaraugusta.
Tropas de caballería vagaban por todas partes talando campos, asolando
vegas e incendiando pueblos. Alarmados y llenos de pánico se veía a las agirianos, unos
formando corrillos en las calles y en las plazas y hablando calurosamente sobre los
trágicos acontecimientos; otros proponiendo planes para defenderse, y otros, por fin,
juzgando imposible la resistencia, recogían los muebles más preciados v las más ricas
alhajas y se disponían a la fuga. Los que huían, lloraban tristemente al despedirse de
la cuna y del hogar, que nunca volverían a ver; los que se quedaban, más valientes, se
animaban unos a otros con un rayo de esperanza y se preparaban para defender aquella cuna
querida hasta derramar la última gota de su sangre.
Esta era, en aquel tiempo aciago, la situación de ánimo en que se
hallaban los habitantes de Agiria, cuando, un día, un joven de noble aspecto y rostro
agraciado, pero demacrado por los sufrimientos y azares de la guerra y del cautiverio,
llegó a la población fugitivo, con el vestido hecho jirones, las barbas crecidas, roto
el calzado y el cuerpo lleno de heridas, que en los combates había recibido. Al verle sus
compatriotas, todos se agrupaban en turno a él y le hacían mil preguntas, ardiendo en
deseos de adquirir noticias sobre las nuevas y nunca vistas gentes que nuestra común
patria habían invadido. Mientras tomaba alimento para recobrar las fuerzas perdidas,
hablaba de esta manera: «Después de la derrota de Guadalete, los que quedamos con vida y
logramos escapar de las tropas que acaudilla Tarik, el moro de las manos descarnadas, ores
huyeron a los montes, y otros a las ciudades fortificadas». «La batalla del Guadalete
debió ser horrible», interrumpió uno. ¡Oh!, espantosa. Yo, después de la lucha,
anduve errante y fugitivo por espacio de doce días con varios compañeros, hasta que
llegamos a Córdoba. Pero el ejército invasor, avanzando con una rapidez increíble,
pronto tomó esta población y caímos prisioneros en manos de un caudillo, llamado
Mugueiz el Rumí, astuto y valiente.
»Tomada esta plaza, el Rumí se dirigió hacia Toledo, llevando los
prisioneros delante. Extenuados y casi muertos de hambre, antes de llegar al Tajo
acampamos junto a las orillas de un bosque muy poblado. Mientras todo el ejército dormía, mis
compañeros y yo dimos muerte a un negro que nos custodiaba, y escapamos, internándonos
por el bosque. Así logramos huir, y aquí me tenéis, después de caminar errantes por
bosques y montañas más de quince días con sus noches.»
«¿Pues tendrán intención esas gentes de apoderarse de toda
España?», dijo uno cíe los circunstantes. «Han dividido el ejército --dijo nuestro
héroe-- en varios cuerpos, y unos van por delante y otros por el norte para reunirse en
Cesaraugusta.»
¿Y son muchos los invasores?», replicó otro.
«Más que las hojas de los bosques --respondió Juan de Luna, que así
se llamaba el protagonista de esta tradición--, y casi todos llevaban caballos, pero
¡qué caballos!, son fieros e indómitos, corren más que los vientos y relinchan como si
tuvieran sed de gloria. Los trajes de estas gentes son verdaderamente extraños. En la
cabeza llevan arrolladas unas como bandas verdes o blancas, un arco en la mano, colgado al
cuello un alfanje, una lanza al costado, y sus escuadrones se diferencian unos de otros
por el color de unos largos mantos, que llaman albornoces, ya blancos, ya rojos, ya
negros».
II
Frente al pozo de la Gragera, en una cosa que tenía una parra trepadora, que desde la
puerta subía adornando ventanas y balcones hasta el tejado, moraba una joven, que a
juzgar por la expresión de su rostro, por su débil voz y lánguida mirada, padecía
horriblemente y llamaba la atención de cuantos la veían. Era hermosa, tenía los
cabellos castaños, el rostro ovalado, los ojos grandes, el color blanco y el talle
esbelto y gracioso. Se había enamorado locamente de Juan de Luna, y Luna de ella. Era
buena; cuando su a- mante partió a la guerra, le puso en el pecho un escapulario de la
Virgen para que tuviera buena suerte, y todas las tardes, al anochecer, subía a la ermita
de Nazareth, encendía dos velas a la Virgen, y allí, postrada, oraba por su amante. Después,
cuando supo que los cristianos habían sido completamente derrotados en Guadalete, y Juan
no volvía, una melancolía profunda se apoderó de ella, marchitando poco a poco, como
una fiebre lenta, su juventud florida. Sus sueños eran terribles pesadillas; y siempre
triste, taciturna y sola, no deseaba otra cosa sino morir pronto para unirse con cl alma
de su amado, a quien creía muerto. «¡Ah, sí yo pudiera morir! --decía--. ¡Si yo
pudiera morir!»
Cuando le dieron la noticia de que Juan de Luna había vuelto, fue tan
grande la alegría que experimentó, que cayó desmayada y estuvo largo rato sin sentido.
Tan pronto como salió de aquel estado, sin componerse ni esperar a nada, salió
precipitadamente de su casa para abrazar al querido de su alma.
El sol se había ocultado, las sombras de la noche avanzaban
silenciosamente, el bullicio de la calle se apagaba poco a poco, y los vecinos se
retiraban impresionados por las noticias de aquellos trágicos acontecimientos.
III
Al día siguiente, noticias alarmantes Corrían de boca en boca. Decíase que Tarik, al
frente de numerosas fuerzas, se hallaba cerca, y que uno de sus escuadrones de caballería
cruzaba la sierra de Molina, sembrando en todas partes el terror y el espanto.
Tan pronto como se confirmó la veracidad de estas noticias, los
habitantes de Agiria se reunieron para tratar de lo que convenía hacer. Determinaron
oponer resistencia y juraron defender el castillo y los fuertes hasta morir. Presto se
dieron órdenes para prepararse y hacer provisión de toda clase de armas. Sonaron los
clarines de guerra, ondearon sobre el castillo y muros que le rodeaban las banderas
darocenses con el escudo de los Cinco lirios, y pusieron centinelas en las avanzadas,
designando a cada uno el sitio que defender debía. La mayor parte de los ancianos,
mujeres y niños, huyeron de la población.
Los árabes no tardaron en asomar por la cuenca del Jiloca, destruyendo
e incendiando los pueblecillos que encontraban a su paso. Muchos de sus habitantes se
refugiaron en Agiria, engrosando las filas de sus valientes defensores.
Llegada la noche, unos emisarios del jefe que dirigía aquella partida
numerosa, se presentaron al alcaide del castillo, intimándole que se rindiera a
discreción. Una rotunda negativa fue la respuesta que llevaron a su caudillo.
Juan de Luna, que se había encargado de defender un
torreón, situado fuera del recinto del castillo, antes de encerrarse en él se despidió
de su amada, la cual no quiso abandonar la población, sino correr la misma suerte que su
valeroso amante.
Al rayar el alba, las cumbres de los cerros Se vieron coronados por
multitud de infantes y jinetes árabes, armados de arcos, saetas, hondas y toda clase de
armas propias para un asalto. Diez veces embistieron y otras tantas fueron rechazados con
un valor Sin ejemplo por los agirianos. Por fin, muerto el alcaide del castillo y varios
de los principales defensores, se rindieron los demás, menos el valiente Juan de Luna,
que encerrado en Su muro inaccesible a las escalas y resistente a las piedras, a los picos
y a las llamas, prefirió dar antes su vida que entregarlo al enemigo.
IV
Dueños los árabes del castillo y de toda la población, su jefe dejó en ella una
pequeña guarnición, distribuyó los cargos públicos entre los principales árabes y
judíos, y provisto de víveres y de cuanto pudo saquear, marchóse, llevando consigo a
todos los prisioneros y jóvenes que podían servir para la guerra. Al partir, dio orden
terminante de que al Jaque (así llamaban los árabes a los valientes) se le custodiase
hasta que se rindiera y le dieran muerte.
Según la orden dada, pusiéronse centinelas que vigilaran el fuerte, para que ni su
defensor lograra fugarse, ni los suyos pudieran prestarle socorro. Los víveres que tenía
Juan de Luna sólo duraron cuatro días; así que pronto comenzó a sentir los horrores
del hambre. Furioso como un león enjaulado, desde lo más alto del muro provocaba a los
centinelas para que lo escalasen, pues prefería morir matando antes que morir de hambre.
Cuantas veces intentaron escalar el muro, otras tantas vieron brillar en el aire el hacha
del Jaque, sembrando entre ellos el pánico y la muerte. Tan terrible se hizo el hacha del
jaque, que sus enemigos no intentaron nuevos asaltos. Pasados algunos días, como si nadie
lo habitara, los árabes determinaron acercarse a la puerta y romperla a hachazos.
Con gran precaución y apostados algunos para la defensa, se
aproximaron varios con cortantes hachas. Después de repetidos golpes cedió la puerta. El
Jaque no acudía a la defensa; el silencio que en el interior reinaba era pavoroso;
cautelosamente y con gran temor penetraron algunos; no encontrando a Juan de Luna en el
piso bajo, subieron al segundo y allí pudieron presenciar un cuadro desgarrador.
Tendido en el suelo, con las manos crispadas, los ojos hundidos y
abiertos desmesuradamente, prietos los dientes y haciendo una mueca horrible, yacía el
Cuerpo del invencible Jaque, víctima del hambre. Su cabeza fue separada del tronco y
clavada fuera, en la pared del muro, y Su cuerpo arrojado a un barranco.
Así acabó el valiente cuanto desventurado Juan de Luna.
Matilde, su prometida, cuando recibió la noticia de tan trágico
desenlace, una nube de Sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no brotó ni una
lágrima, y, cayendo al suelo desplomada, quedó inmóvil, como la estatua de la
desesperación, desencajados los ojos, la boca entreabierta y rígidos los miembros, como
los de una muerta.