(EPISODIO HISTORICO)
HAY
en la suntuosa Basílica de Daroca un sepulcro con un epitafio, grabado en piedra, que
dice: «Aquí yace D. Pedro Ahones. Año 1225».
Este caballero era uno de los nobles más poderosos del
reino, y su trágica muerte pone de relieve el carácter altivo e indomable de los ricos
hombres de aquella época, y el valor y magnanimidad del rey. D. Jaime el Conquistador.
Contaba entonces D. Jaime diecisiete años, y si era de ánimo
esforzado y noble, su figura corporal se distinguía por su esbeltez y gallardía. «Era
--dicen sus cronistas contemporáneos-- un palmo más alto que los demás hombres, fornido
y proporcionado en todos sus miembros, el rostro lleno y colorado, la nariz larga y recta,
la boca bien contorneada, escondiendo una dentadura tan blanca que parecía una doble
hilera de perlas; los ojos rasgados y negros, los cabellos rubios como el oro, las manos
hermosas y los pies mejores».
El valor y entereza que ya a la edad de diecisiete años mostraba, se
revelan palpablemente en el siguiente episodio, que, aunque parezca novelesco, es
rigurosamente histórico.
Había citado el rey a los ricos hombres de su reino, enviándoles
desde Horta cartas de llamamiento para que se reunieran en Teruel, con el objeto de hacer
entrada en tierra de moros. Más de tres semanas estuvo aguardando el rey su llegada; pero
los ricos hombres andaban divididos en bandos y no llegaban nunca.
Sabedor de esta expedición Zeyt Abuzeyt, rey moro de Valencia, envió
a D. Jaime un mensaje pidiéndole una tregua y ofreciéndole un tributo, que D. Jaime se
vio obligado a aceptar, no sin grande disgusto suyo. Partió de Teruel a Zaragoza, y
cuando llegó a Calamocha encontró una compañía de sesenta caballeros, mandados por D.
Pedro Ahones, hermano del Obispo de Zaragoza y uno de los principales jefes de la liga que
se había formado contra el rey. Mandóle éste que volviera con él, pues quería
hablarle en presencia de los ricos hombres; pero el caballero le contestó que de ninguna
manera le retardase el viaje.
Don Pedro --respondióle entonces el rey--, por ir una hora
conmigo no perderéis gran tiempo.
Accedió D. Pedro, y marcharon juntos hasta Burbáguena, donde entraron
en una casa que era de Templarios. Al llegar allí, D. Jaime reconvino agriamente a D.
Pedro, diciéndole que por su culpa principalmente y de los ricos hombres, había dejado
de hacer una cabalgada en tierra de moros, que era lo que más él deseaba, y que había
tenido que aceptar una tregua que el rey moro de Valencia acababa de proponerle, y por
esta causa le rogaba y mandaba que por ningún motivo tratase de entrar en tierra de
moros, pues sería esto quebrantar la promesa y pacto del monarca, en menoscabo de la
autoridad real.
Don Pedro, a quien se daba toda la culpa de aquella confederación
contra el rey, con desenfado y faltando a la cortesía, replicó que él y su hermano el
obispo D. Sancho habían hecho grandes gastos para aquella expedición y no podían
volverse atrás.
Encolerizóse el joven rey al ver el empeño y tenacidad de D. Pedro, y
díjole violentamente:
--Pues no me queréis obedecer, yo quiero que seáis preso.
Al oír esto D. Pedro, faltando a la dignidad de caballero y de buen
vasallo, requirió la espada; pero el rey se arrojó sobre él como un león cachorro, con
tanta ligereza y fuerza, que no le permitió sacarla. Y aunque era D. Pedro robusto y de
grande estatura, e iba armado de perpunte y morrión de malla, y el rey tan joven y
desarmado, no pudo desasirse de los brazos de D. Jaime. Al oír el ruido de esta lucha y
porfía los de D. Pedro, que estaban en la puerta a caballo, se apearon, y, entrando
dentro, ayudáronle a dcsasirse de las manos del rey, no sin grande apuro. Los de D.
Jaime, que estaban también en aquella casa, según él mismo escribe, entraron y
estuvieron mirando aquella lucha, basta que D. Pedro y los suyos salieron precipitadamente de la casa, montaron a caballo y huyeron hacia cl castillo de
Cutanda.
Don Jaime, que se había quedado solo y sin armas, llamó a los suyos y
a un caballero que estaba a caballo en la puerta y se llamaba Miguel de Aguás, le pidió
le dejase su caballo, y armándose de perpunte, montó y partió solo en requerimiento de
D. Pedro. Al poco rato marchó D. Atho con cuatro caballeros, sin armas, y luego D. Blasco
de Alagón y D. Artal con los suyos
Don Atho se separó del camino por llegar antes, y saliendo por entre
las tapias de unas viñas, lo vieron algunos de los de D. Pedro, v volviendo contra él lo
hirieron y lo derribaron del caballo. Largo trecho corrieron unos tras otros, hasta que D.
Pedro, viendo fatigado su caballo, decidióse a esperar a sus perseguidores y a hacerse
fuerte en un cerro, al cual subió con veinte o treinta de los suyos.
Cuando D. Jaime, que iba con D. Asalido de Gudal y D. López de Pomar,
vio a sus contrarios, desenvainó la espada, agitándola en el aire y gritando:
«¡Aragón ¡Aragón !», se arrojó con formidable ímpetu hacia ellos.
A la vista del rey y al oír el nombre mágico de la Patria, invocado
en tan solemne momento, todos los caballeros que estaban con D. Pedro huyeron, quedando
sólo con él su escudero Martín Pérez de Mezquita.
Mientras cl rey corría por una vereda, que era
atajo para subir a lo alto del cerro, llegó poco antes un caballero llamado Martín
Pérez de Luna; dióle a D. Pedro una lanzada que le entró en el pecho por el perpunte de
la loriga del costado derecho, y sintiéndose herido y sin fuerzas se abrazó al cuello de
su caballo para no caer.
En vista de esto, el rey que acababa de subir, desmontó, y corriendo
hacia él, lo recibió en sus brazos, diciéndole con semblante compasivo y triste: «En
mal punto vinisteis a parar, D. Pedro; valía más que hubieseis creído lo que aconsejado
os habíamos».
Acababa de pronunciar el rey estas palabras, cuando llegó D. Blasco de
Alagón, blandiendo su lanza y diciendo: «Señor, dejadme alancear a este león, en
venganza de las demasías que os ha hecho».
«Dios os confunda, por las palabras que habláis, D. Blasco --dijo el
rey--; os digo ahora, que antes que a D. Pedro hiráis, tendréis que herirme a mi».
Y viendo el rey que D. Pedro moría sin remedio, no pudo contener las
lágrimas, y lloro.
Pusieron al herido sobre un caballo, y antes de llegar a Burbáguena
exhaló el último suspiro. Marchóse el rey con los suyos a Daroca, y llevando consigo el
cadáver de D. Pedro en un ataúd, fue enterrado con gran pompa y solemnidad en la iglesia
de Santa María la Mayor.