(TRADICION)
HACIA poco tiempo que D. Alfonso el Batallador había conquistado la
importante plaza de Daroca. Era entonces Señor de todos los pueblecillos comarcanos y
castillos, que se iban ganando a los moros, el noble y renombrado caballero D. Sancho
Enecón, sucesor del insigne Duque de Villahermosa en el cargo de capitán de la
población y alcaide del castillo.
De varios moros principales que no quisieron someterse al yugo del
vencedor cuando Daroca les fue arrebatada, unos se marcharon a Molina, otros a Cuenca y
Guadalajara y bastantes a Valencia. En todas las regiones eran entonces los moros muy
numerosos y tenían gran poderío. No obstante esto, las armas del Batallador habían
llevado el pánico, no sólo a las plazas fronterizas del reino de Aragón, sino hasta a
las más importantes de la morisma, como eran Córdoba y Granada.
Desde Daroca hasta cerca de Valencia, excepto las fortalezas y
castillos, casi todos los pueblos estaban desiertos y abandonados; se dejaban sin cultivar
los campos; por las carreteras y caminos no transitaban las gentes, ni ninguna clase de
vehículos, ni viajeros, pues en toda la comarca infundían grande terror la numerosas
partidas de moros bandoleros y feroces que por todas partes atravesaban.
No había día que no sucediesen trágicos acontecimientos, y
que no salieran los intrépidos vasallos de D. Sancho y tuviesen sorpresas, escaramuzas, y
a veces reñidísimos combates, sobre todo cuando se apoderaron de los castillos de
Anento, Báguena, Cutanda y Otros, en los que se hicieron famosos muchos de aquellos
conquistadores.
Continuo era el peligro, escaso el personal de defensa,
numeroso, astuto y valiente el enemigo, y por eso el rey mandó que los centinelas
vigilasen por la noche el castillo y la ciudad; esto lo ordenó como buen conocedor de la
traidora conducta de los moros y previendo, sin duda, lo que había de acontecer.
Era rey de los moros de la serranía de
Cuenca el Jerife Omar-ben-Ahmed, hijo de Ahmed-ben-Ibraim, que con otros caballeros
pereció en la famosa jornada de Cutanda. Su genio altivo y ambicioso le inspiraba grandes
acciones, que emprendía con todos los bríos de su fogosa juventud. Con pretexto de
vengar la muerte de su padre, mandó pregonar entre sus vasallos la guerra santa y
determinó apoderarse de la llave del reino de Aragón, la fuerte y antigua Darwaca, que
Abén-Gama había perdido. Para esto entró en secretas relaciones con los moros y judíos
de aquella plaza, por medio de un alfaquí o doctor, que se decía Jahy-ben-Jaldum.
Este, llamado por el Jerife, se presentó ante él, grave y mesurado, y
Omar le dijo:
--Quizá, Jahy-ben-Jaldum, os extrañe este llamamiento; pero es
preciso que yo os declare mi proyecto, porque necesito para realizarlo el auxilio de
vuestra ciencia.
--Gracias, el Jerife; estoy dispuesto a serviros en todo cuanto me sea
posible.
--Ya sabéis que mi padre murió en la celada de Cutanda; pues bien, la
sombra de Ahmed-ben-Omar-Ihrahim ha hablado; su voz, como delgado viento, ha erizado mis
cabellos y ha pedido venganza, y mi cimitarra será la vengadora de la muerte de mi padre
y la que ha de recobrar las ciudades perdidas que se extienden hasta el otro lado del
Ebro. La guerra santa está ya pregonada, mis tropas dispuestas; sólo espero el momento
oportuno. Saldréis de aquí esta noche, cruzaréis esa sierra que está ahí enfrente,
caminaréis hacia oriente, y cuando lleguéis a una llanura donde nace un abundante y
cristalino río que muere cerca del castillo de Ayud, siguiendo el curso de sus aguas por
una fértil y hermosa vega, descubriréis una villa, escondida entre dos montes
guarnecidos de murallas: fue la perla de Abén-Gama, llave del reino y sultana del
Jiloca.
--La conozco.
--Oh, mejor todavía.
--He vivido veinte años en ella y conozco a los
principales moros y a los más acreditados comerciantes judíos.
Allí viven nuestros hermanos, esclavos de los adoradores del Nazareno,
olvidándose de Alá y de su Profeta, y nuestros partidarios los judíos no piensan ya
más que en sus mercancías y riquezas. ¡Oh, alfaquí!; es preciso que vayáis vos, que
poseéis el don de la fascinación y de la elocuencia, y preparéis los ánimos de
aquellos nuestros hermanos para el día de la lucha y del asalto.
--¡Oh, el Jerife de Cuenca! Asunto peligroso es el que me
encomendáis; el camino está sembrado de espías, la población murada no permite fácil
acceso, y nuestros hermanos son continuamente vigilados.
--Os disfrazáis de cristiano.
--Muy bien, así lo haré; pero si dentro de pocos días llego a
faltar, podéis creer que he caído muerto o prisionero.
--Alá os guarde.
--Hasta la vuelta.
--Id en paz.
La guarnición darocense hizo en aquellos días unas correrías
internándose por tierras de Cuenca y Guadalajara, y en uno de aque1105 montes divisaron a
un moro que corría vestido de cristiano, y lo cogieron prisionero. Disfrazado como iba,
trajéronlo a Daroca y lo encerraron en la azuda del castillo. A no haber sido por un
soldado que fue su esclavo y lo reconoció al instante, el moro, seguramente, después de
engañar a los cristianos, hubiera conseguido preparar la sorpresa que intentaba.
Habían pasado diez días y era de extrañar que durante aquel tiempo
por ninguna parte del país se veían partidas de moros, antes tan frecuentes y numerosas.
Es que el Jerife estaba reuniendo tropas.
Era una noche; una densa oscuridad hacía invisibles todos los objetos; un silencio
sepulcral reinaba, sólo interrumpido por esos extraños ruidos nocturnos y por el rumor
de las aguas murmurantes del río; los centinelas, cansados por las fatigas del día, con
el arma en la mano, se habían rendido al sueño, completamente descuidados, sin recelar
sorpresa alguna.
¡Ay de Daroca si los centinelas duermen! Ligeros como el viento
galopan los jinetes del Jerife, atravesando sierras y llanuras. Ya levantan inmensa
polvareda por los llanos de Gallocanta; ya bajan como tempestad devastadora por las
empinadas cumbres de la sierra de Used, y los centinelas duermen. y la población va a ser
tomada por asalto, y los cristianos pasados a cuchillo. 'Ay de la antigua Daroca!
¡Alerta, centinela, alerta!
Delante del ejército, y espantadas por el ruido de las armaduras y el
relincho de los caballos, van volando unas ocas o ánsares, que pasando por encima de las
murallas de la población, despiertan con sus graznidos ásperos y discordantes a los
descuidados centinelas. El primero que despierta, al oír el ruido de las armas y el
galopar de los corceles, y al ver desde su almena la muchedumbre de gentes que venía,
aturdido, confuso, con voz trémula y desesperante, grita: «¡Alerta, centinela! ¡El
enemigo! ¡A las armas!» El centinela más próximo, responde: «¡Alerta! ¡El
enemigo!», y a su vez un tercero exclama también: «¡Alerta! ¡Alerta! » Y las voces
de «¡Alerta! ¡El enemigo! ¡A las armas!», van resonando trágicamente de torreón en
torreón, de cerro en cerro, hasta llegar a los últimos rincones de las pacíficas
moradas de todos los darocenses.
Todo es confusión y movimiento. Suenan por las calles los tambores y
clarines; los soldados se arman y corren precipitadamente a los lugares de defensa; las
banderas tremolan desplegadas sobre los altos muros, se oyen gritos de mando y hasta los
vecinos que no tienen armas salen de sus casas, unos con cuchillos, otros con hoces,
éstos con picos, aquéllos con segures, y todos corren, rebosando de furor y coraje, a
defender sus hogares de la perfidia y venganza de los agarenos.
Al resplandor de la luna, que entonces asomaba por el horizonte, vénse
los dos cerros que circundan la población, cubiertos de hombres armados. En la margen
opuesta del Jiloca se hallan las tropas del Jerife, disponiéndose para el asalto. A una
señal dada, cruzan el río y se despliegan en dos alas para rodear por todos lados
a un tiempo la fortificada población. Dase principio al ataque; las saetas silban, zumban
en el aire las piedras, chocan y crujen las armas, hacínanse los cadáveres al pie de los
muros, ayes v gritos desgarradores óyense por doquiera, la sangre enrojece las peladas
cuestas, y hasta el mismo Jerife cae de su caballo, herido de un flechazo.
Al día siguiente, después de descubrirse la inicua intención que el
prisionero alfaquí traía, fue sacado de la azuda y ahorcado en medio de la plaza.
En memoria de esta famosa batalla los darocenses sustituyeron los cinco
lirios de su escudo por las seis Ocas que ahora vemos en él, como símbolo de la
vigilancia.