(LEYENDA)
EN el viejo y ya ruinoso Castillo de la antigua Calat-Darwaca (Daroca) hay un subterráneo que taladra el gigante peñasco sobre el cual se yerguen aún los restos de la renombrada fortaleza.I
Corría el año 1110 de la Era Cristiana. Habiendo muerto el Mostaín, el príncipe más
rico de los árabes de España, el cual puso la principal fuerza de sus tropas en Daroca,
por ser esta plaza la llave del reino de Aragón por la parte de Valencia y Castilla, le
sucedió su hijo Amad-Dola, a quien no querían reconocer los habitantes de Zaragoza si no
licenciaba a los soldados cristianos, que eran las mejores tropas de aquellos tiempos.
Así lo hizo, y los descendientes, entre ellos Abén-Gama, se apresuraron a entrar en
relaciones con los almorávides, que pronto se apoderaron de todo el reino. Desde
entonces, Abén-Gama imperaba como dueño absoluto, titulándose rey de Daroca, y así le
llamaban todos los moradores de la comarca.
Con la imaginación llena de ensueños y el corazón henchido de
sentimientos de grandeza, hallábase un día Abén-Gama acompañado del rico moro
Abul-Zuleika, contemplando desde las almenas del castillo las bellezas del horizonte. La
tarde moría, el sol reflejaba sus últimos rayos en los encajes de azulejos de la
pintoresca torre de Zoma, despidiendo fulguraciones de oro, añil y púrpura; las sombras
de los muros y torreones se proyectaban majestuosas sobre las faldas del vecino monte, y
enfrente serpenteaba el Jiloca como una cinta de plata sobre las esmeraldas de su
deliciosa vega. De repente, Abén-Gama, como excitado por una idea feliz, dice a su
acompañante: --Zuleika, ¡qué grato sería ver un hermoso palacio con sus torrecillas
almenadas, sus ajimeces de mármol y sus columnitas graciosas como palmeras junto a la
falda de este viejo castillo, como una virgen sentada a los pies de un guerrero, teniendo
enfrente la torre de Zoma, la cual semejaría un centinela custodiando la tienda
patriarcal y guerrera de un príncipe de oriente!
--Bello sueño que puede realizarse --repuso Zuleika.
--Y más grato aún sería --prosiguió Abén-Gama--, si después fuese
habitado por una bella princesa, que embalsamara mis noches y mis días como una blanca
azucena en un vaso de plata.
--Señor --respondió Zuleika--, no es de un rey que en poderío y
riquezas vende a un conde, poner dique a su magnánimo albedrío. Muy bien podéis
realizar esos altos pensamientos que habéis concebido; para ello os sobran artífices y
dinero, y en cuanto a la hermosura que soñáis, debo advertiros que en los viajes que con
mis naves be hecho a remotos países, he visto algunas tan hermosas e ideales como las
huríes del séptimo cielo.
--Pláceme sobremanera tu generoso modo de pensar; marcha, pues, y
tráeme un lirio de Yemen, o una rosa de Alejandría, o una blanca azucena de Arabia, y te
juro por Alá que pronto tendrá un palacio digno de su hermosura.
II
Los ensueños del rey moro no tardaron en convertirse en realidades. Un lindo palacio
comenzó a surgir sobre las rocas del imponente castillo, como si un genio maravilloso,
con su vara mágica, lo estuviera cincelando. Ocho columnas gráciles, unidas en
caprichosos arcos de herradura, sostenían una airosa cúpula, bruñida y esmaltada de
estrellas de oro; los muros, como si se vieran vestidos con telas de ricos encajes,
ostentaban su labor arabesca de alizarces, grecas y flores de los más vivos colores; tres
ajimeces arqueados le daban realce con sus delgadísimas columnitas de pórfido. A la
derecha, alzábase un mirador con su ligera bóveda de esmeraldas, y a la izquierda una
especie de minarete, rematado por una media luna de plata. En el patio se abría una
puerta secreta, que daba paso a un subterráneo, el cual por debajo del castillo perforaba
un peñasco de cerca de cien metros de altura, hasta cruzar el valle y comunicarse con las
fortalezas de otro monte. El cedro y el marfil, los damascos y tapices decoraban el
primoroso salón dorado, que semejaba un bosquecillo de gráciles palmeras, cuyas ramas se
enlazaban en el techo abovedado, formando elegantes tracerías. Dos áureos pebeteros,
sobre trípodes de coral, aromaban la estancia, llenándola de una neblina de ensueño, y
un surtidor saltarín y fúlgico desgranaba en el fondo azul el cartal de sus menudos
aljófares.
Abén-Gama, reclinado muellemente sobre un diván de seda turquí,
entreabre perezosamente los párpados, mientras algunas odaliscas vagan en torno, cual
leves mariposas, orean su frente con un largo abanico de plumas de vistosos colores y lo adormecen
blandamente con la suave armonía de sus guzlas, arpas y laúdes. Mas una sombra ce
inquietud enluta el semblante del reyezuelo. Es que ha visto al genio de la guerra anidar
bajo el casco de Alfonso el Batallador, el cual, al frente de sus paladines, sobre ciado
corcel, desciende de la montaña a la vega para hacer cautiva suya a la bella sultana del
Ebro. Mas llega Zuleika, el famoso mercader, con la hermosa prometida, y el torvo ceño de
la frente del reyezuelo se desvanece.
--Aquí tenéis, mi señor --dice Zuleika--, una rosa que os he traído
del Oriente. Es huérfana; la aurora la nutrió con sus rocíos, y la luz de las estrellas
dio brillo a sus pupilas. Es una perla de Arabia feliz. Las huríes del Profeta la tienen
envidia, porque es su frente de nieve, sus labios dos rubíes y su cabellera una red de
finísimas hebras de oro.
--Levantad --dice Abén-Gama con interés--, levantad el velo que cubre
sus perfecciones.
--Se llama Melihah; es hermosa como indica su nombre --dice Zuleika,
levantando la gasa que oculta su bellísimo rostro.
--¡Alá es grande! --exclama Abén-Gama, lleno de asombro--. Yo adoro
al Profeta, porque me ha enviado esta beldad para consuelo de mis días.
III
Han pasado siete novilunios, y la
preciosa Melihah no ha encontrado la alegría en el dorado palacio de Abén-Gama.
¿Qué tendrá la princesa árabe, que ama el silencio, busca el retiro
y tiene triste el rostro de marfil? ¿Será que lejos de su patria amada recuerda el sol
de su cielo, la palmera de su jardín, el incienso y la mirra de sus montes? ¿Será que
echa de menos los halagos y caricias de algún hijo del desierto? ¿Será que en su
orfandad recuerda con dolor la imagen de los seres queridos de su corazón? Una lágrima
se balancea en su párpado y brilla y salta por el terciopelo de su rostro pálido, como
una leve gota de rocío. Y esa lágrima revela que en su pecho anida el dolor, y que, no
amando a su dueño, su corazón no puede fingir amores.
Abén-Gama se ha tornado adusto y fiero, ha olvidado a la princesa y
sólo cuida de su cimitarra, de su bravío corcel y de preparar su gente de armas. Es que
ha oído el ruido de los clarines guerreros y ha visto al genio el Batallador desplegar
sus belígeras alas y con mano férrea arrancar las más preciosas gemas del manto de la
España mora.
En los campos de Aranzuel once reyes han rendido su cetro al heroico
conquistador; Tudela, Zaragoza y Tarazona han doblado su cerviz ante él, y por eso
Abén-Gama, temeroso de perder su perla del Jiloca, corre en auxilio de los vencidos.
Pero ya es tarde. El Batallador con sus paladines sigue su marcha triunfal por las riberas
del Jalón. A su paso, se rinden los castillos de Cubel, Villafeliche, Langa y Codos. Pero
el valiente y adusto moro, aunque desesperado, no se vuelve sin su presa. Jaime, el gentil
caballero, el descendiente ilustre de la Casa de los Díez de Aux, el que ostenta en su
escudo sobre un campo de margaritas la estrella de oro de dieciséis puntas, ha sido
sorprendido en una celada y ha caído en las garras del león de Daroca. Sin caballo y sin
lanza, despojado de su escudo y de su yelmo, es aherrojado en la mazmorra del castillo.
La hermosa Melihah, desde el ajimez de su palacio, lo lía visto cuando
lo traían cargado de cadenas y se ha enamorado de su barba rizada, de su rostro de
armiño y de sus ojos negros. Retirándose del ajimez, llena de melancolía, se ha
reclinado sobre un diván y, despidiendo a sus esclavas, ha dado rienda suelta a las
lágrimas, que luchaban por brotar de sus ojos bellos.
IV
Alfonso el Batallador había tomado el fortísimo castillo de Ayud y penetraba por la
cuenca del Jiloca, haciendo caer bajo el filo de su espada los principales fuertes de la
ribera.
El caballero de la estrella de oro gemía en la mazmorra, sin que su
padre, D. Juan Díez de Aux, lograra rescatarlo ofreciendo al rey moro cuantiosas sumas.
Abén-Gama le había sentenciado a muerte, y pronto debía ser ejecutado, colgado su
cuerpo de una de las almenas del castillo, para espanto y terror de los cristianos.
Melihah, que todas las tardes, cuando el moro se ausentaba, salía del
palacio, y por una reja que daba aire y luz a la mazmorra se comunicaba con el prisionero,
aquella tarde se apresuró a manifestarle el triste fin que le esperaba.
--Nazareno exclama--, triste suerte te aguarda; no quisiera
decírtelo; mi tirano ha dispuesto que mañana seas colgado de una almena del castillo.
Pero yo te amo; te amo como la flor al rocío, como el desterrado a su patria, como el
avaro a su tesoro. Yo te prometo sacarte esta noche de la prisión, si cuando vengas con
los tuyos a conquistar este castillo me libras de las garras del tirano que me tiene
cautiva en su palacio, y me aceptas por esposa.
--Bella hurí de Mahoma, yo también te amo; te amo como un hermano a
una hermana; si yo soy libre, tú no gemirás en esa cárcel dorada como cautiva paloma;
pero no te podré llevar al aliar para hacerte mi esposa, porque mi religión me prohíbe
el fruto de cercado ajeno, y tú eres flor de oro y seda de los pensiles de la Mahoma; yo
tendré que ahogar en mi pecho este amor que me enloquece.
--Doncel de los ojos negros; sólo por ser dichosa a tu lado renegaré
de Mahoma y su Profeta e invocaré al Dios que tú invocas.
--¡Oh, Melihah hermosa, tú eres mi ángel libertador!
--Esta noche serás libre.
Dichas estas palabras, la joven mora, semejante a una hada
que vaga por el crepúsculo, se retiró a su palacio.
V
La noche, como una virgen enlutada, envuelve al mundo con su manto de estrellas. Las
avanzadas del ejército de D. Alfonso el Batallador llegan a las puertas de la antigua
Calat-Darwaca. Los centinelas dan la voz de alerta, y todos los soldados de Abén-Gama se
ponen en movimiento. Por todas partes se oyen atabales y clarines y los gritos de mando de
los jefes.
Melihah, aprovechando aquellos momentos de confusión, toma las llaves
de la mazmorra y, envuelta por las sombras de la noche, desciende al subterráneo, y por
una puerta secreta da libertad a su amante prisionero.
Al día siguiente, cuando Abén-Gama supo que Jaime había desaparecido
de la prisión, se mordía los puños de rabia.
Las tropas del Batallador iban llegando y se disponían para dar el
asalto. Jaime, que había sido recibido con júbilo inmenso por los sitiadores, tenía
grande esperanza de apoderarse por sorpresa del castillo, porque conocía bien todos sus
recintos y encrucijadas, y así se lo manifestó a su rey D. Alfonso, escogiendo la noche
como el momento más a propósito para dar el asalto. Los moros, por su parte, estaban
dispuestos a defenderse hasta el último trance. El choque iba a ser horrible; el combate,
desesperado.
VI
Llegó la noche. Algunas horas antes de dar el asalto, un moro llamado Murid Omed, que
también se había enamorado de la mora, viéndose frustrado en sus esperanzas y ardiendo
en celos y sediento de venganza, se presentó a Abén-Gama, y con mucho misterio le dijo:
Guarde bien mi señor a su favorita, no sea que esta noche la robe
algún perro cristiano, pues es infiel y traidora.
--¿Qué escucho? --exclamó, asombrado, Abén-Gama.
--Yo la vi --dijo Omed-- con el prisionero cristiano, platicando de
fugas y de amores.
--¡Grande Alá! Yo te juro por el Profeta, que tal baldón sólo con
sangre se borra --dijo--; y lleno de cólera se encaminó a su palacio.
En el dorado salón está la gentil Melihah rodeada de sus lindas
hadas. No le infunde terror el asalto sangriento que se avecina, porque su corazón está
henchido de esperanzas; espera al amante de sus ensueños, que la ha de dar la libertad y
la dicha. Por eso se ha vestido el traje más precioso y se ha adornado con sus mejores
brazaletes, ajorces, collares y cintillos, y las arpas y las citaras deslían el raudal de
sus notas argentinas, y la danza teje sus giros caprichosos. Tan pronto como el adusto
reyezuelo penetra en la estancia, cesa la danza, se para la música y Melihah tiñe de
grana su rostro de azucenas.
--Ven, Melihah --dice el moro--. Y ella, al punto, le sigue, como
cierva tímida. Un esclavo moro va delante con una linterna; descienden al patio, y
Abén-Gama dice: «Afkut, abre». Y la puertecilla secreta del subterráneo se abre
misteriosamente. Bajan la escalinata de piedra y llegan a donde se halla el pozo. La mora
tiene el semblante amarillo como la cera; el reyezuelo le dirige una mirada torva, el
esclavo desenvaina una ancha cimitarra, que relampaguea con brillo siniestro, y entonces
la infeliz exclama, llena de terror:
--¡Ay de mí! ¿Qué vais a hacer?
--Sois pérfida, sois traidora --dice sombrío Abén-Gama--, y cuando
una favorita es infiel, su traición sólo se borra con sangre.
La mora fue atravesada, y cuando su cuerpo, vertiendo un
río de sangre por la abierta herida de su pecho, caía al hondo pozo, un ¡ay! lastimero
resonó en las bóvedas, como el eco de un conjuro.
Cuando Abén-Gama y su esclavo salían del subterráneo, cayeron en
poder de Jaime y varios de sus soldados, que, penetrando por una puerta falsa de la
fortaleza, llegaron hasta el patio de armas. El asalto había comenzado, y en aquel
momento se desarrollaba con todo el furor de una horrible batalla. A no ser por la
estratagema de Jaime, los cristianos se hubieran visto obligados a retroceder; pero cuando
los moros supieron que su rey había sido hecho prisionero, el pánico se apoderó de
todos ellos, y los guerreros de D. Alfonso se hicieron dueños del castillo y de la
población.
Así se rindió Daroca el año 1122, gracias al valor y astucia del
caballero de la estrella de oro, cuyos descendientes, para perpetuar su memoria, grabaron
el escudo de sus armas en la Puerta Baja de la ciudad.
Cuando el heroico Jaime supo la tragedia de la hermosa Melihah, una
melancolía profunda se enseñoreó de su espíritu, y cuentan que todos los días, al
anochecer, subía al castillo y se pasaba largas horas sentado junto a la boca del
subterráneo; y es fama que desde el día en que murió este caballero, todas las noches,
del pozo donde está encantada, sale la mora vestida de blanco, con una luz en la mano, y
vaga por las murallas en busca de su amante. Por eso el vulgo la llama
LA MORICA ENCANTADA