HACE ya muchísimos años, allá por el 1140, vivía en Daroca un bizarro caballero, llamado Sancho de Ravanera, cuya singular historia me llamó mucho la atención, y que en los mismos o parecidos términos que me la contaron, la voy a referir a mis lectores.
I
Beatriz estaba sentada sobre un taburete en el patio de su casa, triste y melancólica, y
cubriéndose con las manos gemía y suspiraba y las lágrimas corrían silenciosas por sus
mejillas; Sancho, de pie, con los brazos cruzados, la contemplaba, guardando silencio
profundo. Fuera se oía el eco de los timbales y la voz del pregonero, que por orden del
Señor de la Villa, Alvar Pérez de Azagra, llamaba a la gente de guerra para hacer una
incursión contra los moros.
--No llores, por Dios, hermana mía, no llores, pues tu llanto me
tortura el corazón.
--¿Cómo quieres que no llore, si nuestros padres, al morir, me
confiaron a tu amparo y protección, y ahora te vas a la guerra y no sabes si volverás?
--Voy a alejarme de ti, y aunque mucho lo siento, es mi deber. Nuestro señor, Alvar
Pérez de Azagra, parte esta tarde con su hueste, y si yo no le sigo, dirán sus hombres
de armas: «¿Dónde está el hijo de aquel antiguo y esforzado caballero Ravanera?
¿Acaso no lleva su sangre en las venas?» Yo debo partir y demostrar que aquel hijo de
Ravanera sabrá honrar el apellido de su padre; yo volveré después de haber conseguido
el honor y la gloria que ambiciono.
--¡Sancho!, tú te vas en busca de laureles y me dejas aquí sola y
abandonada; ya sabes que no hay seguridad en ninguna parte; en todos los ánimos reina la
inquietud y la zozobra, porque los moros son feroces y andan, como cuadrillas numerosas de
bandoleros, por montes y valles y caminos, asaltan villas y lugares y roban y matan y se
llevan prisioneros a todos cuantos caen en sus manos. ¿Quién sabe, si cuando vosotros
estéis ausentes, vienen también aquí y nos desvalijan y matan?
--No temas, aquí queda una guarnición que hará frente a todo
peligro.
--Vosotros vais hacia las tierras de Teruel y de Valencia, y ya sabes
que los caballeros cruzados, que tienen las fronteras en Monreal del Campo, no obstante
ser tan diestros en el manejo de las armas, apenas pueden con ellos, y Dios quiera que no
tengan algún fracaso, pues todo aquel territorio peligra, porque cl enemigo es
numerosísimo y sus incursiones o algaradas más violentas que nunca.
--Por eso vamos nosotros, para reforzar la hueste de los caballeros
cruzados y reprimir la audacia de los moros.
--Pero, ¡ay!, hermano mío, los moros de la serranía de Cuenca y
Guadalajara pueden venir por esta parte; yo estoy intranquila, yo tengo miedo de quedarme
sola.
--Arregla tu ropa y vente conmigo; en el castillo de Báguena está
nuestro tío Martín de Ravanera, y allí puedes quedarte tranquila y segura.
Así conversaban los dos jóvenes hermanos en el patio de su casa, sita en la calle de la
Grajera, próxima al conocido pozo de San Vicente.
Beatriz era blanca, de ojos negros como las moras y de labios
sonrosados como las cerezas; él era joven, muy joven, apenas contaba cuatro lustros; ella
era hermosa, el rostro ovalado, comba la frente, como el ala de un cisne, y negra la
abundante cabellera. Vestía él peto de mallo, morrión de hierro y de cuero con penacho
rojo en la cabeza; sus pies calzaban botines tejidos de pelo, una espada corta colgada de
la cintura, con la izquierda embrazaba una rodela y con la diestra una lanza. Ella cubría
su busto con una túnica negra; una redecilla con piedras preciosas envolvía su recogido
cabello; su garganta lucía un collarcito de plata con un crucifijo de marfil y de su
cabeza pendía un largo velo. Tenía una fe muy arraigada y unos sentimientos nobles y
caritativos.
Sancho ensilló su caballo, y montando a su hermana a la grupa, bajaron
calle abajo a reunirse con la hueste que iba a partir de un momento a otro.
II
A la
hora señalada comenzó a oírse el eco agudo de las trompetas por todo el ámbito de la
villa, y la multitud corrió a agolparse a ambos lados de la calle Mayor y en las afueras
junto al camino de Valencia para presenciar de cerca las armas y los arreos de los
expedicionarios. Rompieron la marcha los timbaleros y trompeteros, seguía el escudero
mayor sobre un caballo blanco, llevando el pendón de la villa con el escudo de la cruz y
las seis ocas; en pos iban los peones de la mesnada, armados de largas lanzas; tras éstos
pasaban los jinetes en filas de cuatro en fondo, y por último, cerraba la marcha D. Alvar
Pérez de Azagra, seguido de los escuderos de su casa. La muchedumbre los despedía con
gritos y aclamaciones, mientras la hueste seguía su camino, semejando a lo lejos una
larga serpiente de hierro y un bosque de lanzas.
Durante el trayecto tuvieron que dispersar algunas partidas de moros,
corredores de campo, y cuando llegaron a Monreal ya los esperaban los caballeros cruzados.
Después de un breve descanso, se internaron por tierras de Teruel, llegando en sus
correrías hasta cerca de Sagunto, asaltando castillos desprevenidos, saqueando villas y
lugares y talando cuanto a su paso encontraban. Después de tres días de cabalgada, en
lucha incesante con un enemigo numéricamente superior, volvieron cargados de botín y con
muchos prisioneros. Uno de los que más se distinguieron en esta jornada fue Sancho, que,
seguido de cuatro soldados, con invencible arrojo tomó al asalto un castillo, dio muerte a su alcaide y a varios de sus servidores y cogió prisionera a una
hermosísima mora, que, según averiguaciones posteriormente hechas, resultó ser la hija
del poderoso Abén-Gama, régulo de Daroca. Era la mora blanca, pequeña, infantil, con
unos bellísimos ojos rasgados, y por el candor de su rostro, la belleza de sus formas y
su carácter humilde y bondadoso se hacía en extremo amable y simpática; lloraba como un
niño y Sancho procuraba consolarla, ya con tiernos razonamientos, ya con mimos y
caricias, hasta que poco a poco se fue infiltrando en su corazón una inclinación
irresistible hacia su enamorado dueño. Este, sin revelar a su hermana el secreto que
tenía de casarse con la mora, la dejó en el castillo de Báguena para que su hermana la
instruyera y educara en nuestra religión cristiana.
Como la mora tenía muy buena disposición natural y despejado
entendimiento, sobre todo un alma angelical, no tardó en comprender la hermosura y
grandeza de nuestros misterios y en aborrecer los errores de su secta. Con vivas
ansias deseaba regenerarse con las aguas del bautismo y fortalecer su alma con el pan de
los ángeles para ser digna esposa del caballero que en buena hora la había hecho su
cautiva. Ya estaba señalado el día de su bautismo, cuando un suceso inesperado vino a
cambiar la faz de las cosas. Sabedor Abén-Gama, por sus espías, de que su hija estaba
prisionera en el castillo de Báguena, mandó secretamente emisarios a todos los moros
fronterizos para que arreciaran sus incursiones contra los pueblos cercanos a Daroca. Y
fueron aquéllas tan repentinas y violentas que el Príncipe de Aragón, Berenguer IV,
viendo el peligro que había, mandó retirar las fronteras de Monreal y traerlas a Daroca,
por ser plaza fuerte y estratégica. Todos los pueblos y aldeas de la Comunidad quedaron
desiertos y abandonados, y sus clérigos y habitantes, con sus bestias, ganados y cuantas
cosas pudieron recoger, vinieron a refugiarse a Daroca. Por todas partes aumentaban las
correrías y algaradas de los moros; ni aun los castillos y fortalezas estaban seguros. En
una de esas acometidas, el mismo Abén-Gama, con gente aguerrida, tomó por sorpresa el
castillo de Báguena, y dando muerte a sus heroicos defensores, se llevó prisioneras a
Beatriz y a su hija; a Beatriz dio muerte horrible y su cuerpo fue arrojado a un barranco,
y viendo que su hija se obstinaba en huir a tierras de cristianos, la encerró en una
mazmorra, sometiéndola a toda clase de torturas y privaciones, y le puso por guardián un
sensual y feroz sarraceno. Cierto día que el sarraceno trataba de ajar el lirio de su
virginal pureza, la morica, extenuada y perdida toda esperanza, hinco sus rodillas en
tierra y con lágrimas y suspiros hizo a Dios el sacrificio de su vida, antes morir que
pecar, y rogándole que antes de morir le enviase un ángel para que le administrase el
sagrado bautismo. Su plegaria fue oída; un ángel más hermoso que el sol descendió de
los cielos; a su vista, el moro quedó aterrado y huyó, y el ángel, con una concha de oro,
vertió el agua bautismal sobre la frente de la morica, la cual, doblando su linda
cabecita, como tronchado lirio, expiró, y su alma, como una blanca paloma, voló en
compañía del ángel al paraíso.
III
El cuadro que presentaba Daroca con la venida de los aldeanos
y gente de guerra de las fronteras era tan sugestivo, tan animado, tan pintoresco que es
imposible pintarlo con palabras; era tan grande la afluencia de gentes de todas partes y
de todos los colores que circulaban en todas direcciones por las calles de la villa y
fuera de ella, que se hacia dificilísimo darles albergue en el estrecho recinto de la
población, por lo cual comenzaron a edificar viviendas y templos y muros con tan febril
actividad que en poco tiempo quedó la villa completamente transformada, pues todos,
hombres, mujeres y niños pusieron
manos a la obra con indecible entusiasmo. Aquí, centenares de hombres sobre las faldas de
ambos montes y en todo el espacio libre que había desde la Puerta Alta hasta la Baja,
levantaban las paredes de los edificios, mientras otros acarreaban piedras y maderas, y
las mujeres y los niños traían agua para amasar la cal y el yeso; allí, otros
construían los muros y tapiales que se extendían por ambos lados hasta dejar la
población completamente cerrada; unos construían las iglesias de San Lorenzo, San
Martín y San Valero; otros, poco más arriba, las de Santiago y Santo Domingo; otros,
calle Mayor arriba, las de San Andrés y San Pedro; los vecinos de otros pueblos, en las
cuestas, las de San Juan y San Miguel; y los carpinteros haciendo puertas y ventanas, los
herreros forjando verjas, llaves y cerrojos, los artífices tallando altares y retablos,
los picapedreros labrando las piedras sillares, los soldados componiendo y limpiando sus
armas, los mercaderes voceando sus mercancías, los gritos de los transeúntes y los mil
ruidos de carros, picos y azadones mezclados con el vocerío de los trabajadores, daban a
aquel cuadro tan pintoresco una vida y una animación extraordinarias.
Sancho, sentado en el patio de su casa, estaba pálido, inmóvil,
terrible, silencioso. Habían desaparecido su hermana Beatriz y la morica y no sabia
dónde estaban. A su lado y de pie se hallaba su escudero, que no se atrevía a
interrumpirlo ni a desvanecer la profunda pena que le embargaba. Después de un largo rato
de silencio, le dijo:
--¡Ea!, salgamos un poco de casa; el aire refrescará nuestras sienes
y tal vez podamos adquirir alguna noticia de las desaparecidas...
Salió Sancho con su escudero, y después de atravesar varias calles
triste y pensativo, recorrió varios grupos de trabajadores, y preso de la más viva
ansiedad, ora preguntaba a éstos, ora a aquéllos, pero ninguno supo darle razón de lo
que preguntaba. En una de las plazas, en medio de un corro de soldados, niños y mujeres había
un hombre raro que parecía un juglar, con unas alforjas llenas de baratijas que vendía a
los circunstantes y una especie de guitarra mora con que se acompañaba en la relación de
sus romances. Cuando llegó Sancho, el juglar se disponía a recitar una historia, que
anunció con el nombre de «El romance de la mora». Sancho se acercó, atraído por el
titulo del romance, que despertó en su ánimo viva curiosidad. Templó el juglar las
cuerdas de su instrumento y entonó esta cántica romancesca:
I
«Era una morica bella,
que un caballero tenía;
la mora se hizo cristiana,
mucho al hidalgo quería;
mucho la amaba el hidalgo,
por esposa la pedía.
¡Bienhaya la mora bella
que
dejó la morería!
II
»En una oscura mazmorra
do su padre la tenía,
allí gemía y lloraba;
muy triste lamento hacia
porque a tierra de cristianos
la mora volver quería.
¡Malhaya quien se llevó
la mora a la morería!
III
»Mas un día, ¡oh malhadado,
día triste, aciago día!,
llegó con tropas su padre
que Abén-Gama se decía;
tomó el castillo al asalto
y a la morica prendía.
¡Malhaya quien se llevó
la mora a la morería!
IV
»Triste,
pálida, extenuada,
la morica se moría.
Un ángel bajó del cielo
con concha de pedrería
y las aguas del bautismo
sobre su frente vertía.
¡Bienhaya el ángel divino
que su alma al cielo subía!»
Luego que el juglar hubo terminado su romance, Sancho no podía
disimular su emoción, abrióse paso entre los concurrentes y, agitado, convulso, se llega
al cantor, le ase con fuerza de un brazo y, mirándole fijo al rostro, le dice:
--Oye, ¿dónde has oído esa historia? ¿Quién te la ha referido?
Dime, cuenta, pronto, pronto...
El juglar, imperturbable, le responde:
--Señor, este romance lo he oído a los aldeanos fronterizos de los
moros turolenses, y allí he oído referir que la desgraciada mora murió en una prisión,
y la joven cristiana que con ella estaba fue muerta en un monte.
V
Pasados algunos años, Sancho subía por la calle de Santa Lucía con dirección a la Casa
que allí tenían los Templarios; ingresó en la Orden, vistiendo el manto negro con la
Cruz blanca, e hizo en ella la profesión de caballero templario.
Es fama que se distinguió mucho como buen guerrero y tomó parte principal en la limpieza
de moros de todo el territorio darocense, hasta que Berenguer IV pudo llevar otra vez las
fronteras a Monreal del Campo. Dícese que una mano invisible le libraba de las picas y
dardos en los combates y le infundía un valor y confianza grandes, no dudaba que la
morica le protegía desde el cielo.
En una de sus correrías logró apoderarse de Abén-Gama, lo llevó al
convento de los Templarios de Monreal y como no consiguiera su conversión, allí mismo
mandó darle muerte.
De la familia de este caballero, se cita en los documentos antiguos un
Sancho de Ravanera, que fue Justicia de Daroca y jurisconsulto notable, a quien los reyes
encomendaban los pleitos más difíciles.