(TRADICION)
QUINCE
años después de construida la famosa Mina de Daroca, verificóse el prodigioso
acontecimiento del Ruejo, suceso que se halla confirmado por noticias de archivos y por
relaciones de antiguos manuscritos. Yo, amante de todo lo tradicional y clásico,
referiré a mis lectores el Milagro del Ruejo, tal como lo he oído en viejos documentos y
lo he oído referir a los mismos habitantes de Daroca.
Era el 14 de junio de 1575. En aquella mañana, a la que había
precedido una noche de grandes tempestades, despertó a los darocenses un estruendo
espantoso de aguas, un bramido terrible y continuado, como el que producen las olas del
mar en un día de tormenta. Un inmenso aluvión descargado sobre las canteras de Retascón
y Nombrevilla y sobre los montes que forman la gran cuenca que se extiende desde dichos
pueblos hasta Daroca, había descendido tan caudaloso y formidable, que no siendo
suficiente la Mina para darle salida, rompió los diques de contención que tenía junto a
la boca y se desbordó como un mar, inundándose toda la espaciosa extensión de la Puerta
Alta. Parecía un golfo borrascoso; el ímpetu de las aguas y sus grandes oleadas,
arrastrando los maderos y todo el material de una casa en construcción que allí había,
iban avanzando hasta chocar con la muralla, y desbordándose por encima, como galopantes
caballos marinos, con tal empuje y violencia saltaban al interior de la población, que
inundando las calles y los edificios, bramaban como rugientes cataratas.
Los primeros que se dieron cuenta del inminente peligro en que se
hallaba, no sólo la ciudad, sino la vida de todos los que aún dormían tranquilamente en
sus lechos, corrieron a la torre y tocaron la campana del reloj, en señal de alarma, para
que todos se pusieran a salvo huyendo a las crestas de los montes.
¡Horrible despertar! El espanto y la confusión cundían por todas partes; sobre el
estruendo de la inundación, que retumbaba en ecos sucesivos, confundiéndose con los
rugidos del vendaval y los resquebrajamientos de las casas que se hundían, escuchábanse
por intervalos las voces, las imprecaciones y los lamentos de los vecinos, que al abrir
las puertas de sus casas eran sorprendidos por las aguas, que invadían sus propias
moradas.
Unos huían a las cuestas próximas, otros corrían temerosos y
desatinados a las habitaciones altas, o se subían sobre los tejados, mirando con
indescriptible horror cómo las aguas subían y subían alcanzando una altura aterradora;
unos se encaminaban a los balcones y a los alféizares de las ventanas para avisar a los
más descuidados del peligro que corrían; otros gritaban pidiendo auxilio; pero en vano,
porque era imposible vadear la corriente.
Mientras tanto, la campana seguía tocando, y su lengua de hierro,
vibrando cada vez con mayor intensidad, parece que fingía una voz angustiosa, trémula,
penetrante, que se dilataba por todo el ámbito de la ciudad, formando un contraste
trágico con el fragor de la tempestad, el ruido de la inundación y los gritos y ayes
desgarradores de los darocenses.
En cada casa, en cada calle, se desarrollaban escenas indescriptibles y
arranques heroicos de valor sublime. Los más serenos y arriesgados prestaban ayuda a los
más débiles y temerosos; a algunos ministros del Señor vióseles llevar sobre sus
hombros a niños y a ancianos, vadeando la corriente, para ponerlos en lugar Seguro; sobre
las espaldas de jóvenes vigorosos veíanse mujeres, a quienes la inundación les había
sorprendido en sus propios lechos; los más intrépidos y valientes cruzaban con almadías
las calles inundadas, acudiendo presurosos a prestar socorro a los que lo demandaban, y el
valor y la caridad convertían la población en teatro de heroicas hazañas.
Hubo momentos de angustia, instantes supremos de desesperación, lances
tristísimos, escenas conmovedoras; pero el valor y los esfuerzos de los darocenses lograron
evitar cientos de víctimas en aquel funesto día. No obstante, a pesar de todo el valor,
sacrificio y serenidad que desplegaron en aquel horroroso cataclismo se ahogaron bastantes
personas y muchos animales; y quizá la ruina de la ciudad hubiera sido completa si no
viniera a salvarla la Providencia con un extraordinario suceso, uno de esos
acontecimientos que, por lo inexplicables y maravillosos, acusan la intervención directa
y prodigiosa del cielo.
La Puerta Baja se había cerrado con la fuerza de las aguas, y la
corriente había depositado detrás de ella maderos, piedras y légamo, formando un
verdadero monte de contención; el hondo valle donde está Situada la población se iba
convirtiendo en un inmenso lago, que amenazaba anegar la ciudad entera. Por fin, un ruejo
enorme, que había en el patio de la casa de D. José Garcés, vecino de la Puerta Alta,
movido por la corriente, bajó con furia, formando un ruido como el de un carro; y como si
fuera impulsado por una mano vigorosa y sobrenatural, descargó tan poderoso golpe sobre
la parada, que los maderos y las puertas crujieron con estrépito y se abrieron, y las dos
imponentes y majestuosas torres que flanquean la Puerta Baja se estremecieron al ímpetu
del choque. Inmediatamente después del espantoso golpe del ruejo y del mugido del agua
que se precipitaba por la Puerta como por la boca de una gran sima, formando espumosos
remolinos y desaguando la ciudad, la multitud, que poco antes buscaba delirante la
salvación y huía desesperada de la muerte, acudía curiosa y anhelante a presenciar la
causa de tal prodigio. Muchos de los que se aproximaron, vieron con admiración el ruejo
que rodaba delante de los maderos en dirección a la vega. Siguiendo por la orilla de la
corriente, fueron detrás para ver dónde se paraba, y cuando ya estaba cerca del río,
vieron que ladeándose hacia la orilla cayó de plano en el suelo.
Todos creyeron que este acontecimiento fue un verdadero
prodigio, que hicieron los Santos Corporales para librar la ciudad de tan espantosa
inundación y para proteger una vez más a los darocenses. Por este motivo, el ruejo fue
llevado a la casa de D. José de Marcilla, y se mandó construir en la calle Mayor, cerca
de la antigua plaza de Santiago, una capillita, donde se colocó, como una santa reliquia,
asistiendo con gran religiosidad y veneración a este acto numerosa concurrencia.
Por haber tenido lugar el suceso del ruejo el día de San Buenaventura,
se puso en la misma capillita un cuadro del Santo, delante del cual ardía, hasta hace
pocos años, una lámpara.
Hoy ya no están ni la lámpara ni el cuadro, pero en memoria de este
prodigioso acontecimiento se celebra todos los años, en dicho día, una fiesta, con
solemne función religiosa, por la mañana, y músicas, corridas y otras diversiones, por
la tarde.
En este día los vecinos adornan la capillita con arcos de follaje y
colgaduras, y levantan un altarcito, donde colocan el cuadro de San Buenaventura con
flores, farolillos de colores y velas encendidas.