SUBIENDO por la calle de la Gragera, cerca de la casa parroquial de Santa María la Mayor, se encuentra un estrecho y tortuoso callejón, con su arco de entrada y muros de piedra con cornisamentos que le dan el aspecto de una vieja fortaleza, bautizado con el nombre «de la traición». Llevado de la curiosidad y comprendiendo que allí, en tiempo lejano, debió de verificarse alguna escena trágica, según lo revela el nombre que lleva comencé a preguntar a las mujeres y ancianos, y nadie me supo dar razón de ello; hasta que por fin, registrando papeles viejos en el archivo de la Colegial, topé con un diario manuscrito de un eclesiástico, en el que, año por año, iba anotando los hechos notables ocurridos en su tiempo. Y en el año 1662, refiere, aunque brevemente, el episodio que ha dado origen a esta leyenda.
I
En la parroquia de San Miguel había una casa señorial, con su escudo, perteneciente a la
ilustre familia de los Oreras, una de las más linajudas de la ciudad. sobresalieron en
esta casa D. Ambrosio Orera, letrado; D. Ignacio, capitán y gentilhombre de cámara de D.
Juan de Austria, y el mícer Lázaro, que llegó a ser Justicia del Reino, y otros que
fueron doctores de Huesca y Salamanca.
En el tiempo a que se refieren los sucesos que vamos a relatar, se
llamaba el jefe de esta casa D. Francisco de Orera. Contaba más de cincuenta años,
había ocupado varias veces los más importantes cargos públicos y era de carácter
franco, íntegro y noble. Amigo íntimo suyo era D. Florencio de Latorre, Canónigo
sacristán del Cabildo, varón muy respetable por sus años, por su ilustración y por sus
maneras distinguidas. Tenía D. Francisco una hija, llamada Brianda, de agraciado rostro,
cabello negro y rasgados ojos; un conjunto de gracias y un acabado modelo de hermosura.
Juntábanse en aquel rostro de marfil, el pudor con la discreción, la ingenuidad con la
entereza, y los Sentimientos de un corazón apasionado con los afectos de un alma varonil
y vigorosa. Pretendíala D. Julián de la Cueva, caballero de arrogante estatura, realzada
por una cara de color moreno, con ojos y cabellos negros como el azabache.
Hallábase un día D. Francisco muy preocupado con las relaciones que este caballero
sostenía con su hija, cuando llegó su amigo el Canónigo, el cual, viéndole en aquel
estado, le dijo:
--Algo os pasa, amigo mío; lo conozco en vuestro semblante.
--Sí, D. Florencio; no me gusta ese caballero que ronda a mi hija.
--¡Oh! Lo conozco muy bien; ya de muchacho, cuando le enseñaba las
humanidades, era travieso, orgulloso, reñidor, incorregible.
--Es un aventurero; ya le he dicho a Brianda que no le conviene.
--De ningún modo; mató a disgustos a su hermano; gastó su herencia
en la crápula y el vicio; estuvo de capitán en Cuba; por su mela conducta fue separado
del servicio, y ahora, vuelto a España, y viéndose sin dinero y deshonrado, pretende la
mano de vuestra hija para apoderarse de vuestros intereses. Astuto, ladino, sin
conciencia, es capaz de cometer cualquier crimen.
--De un momento a otro va a llegar; pero voy a decirle que no ponga
más los pies en esta casa.
Retiróse el Canónigo y al poco tiempo llegó el aventurero, vestido
con elegancia y ostentando bizarría y saludando con franqueza y desembarazo, como quien
entra en plaza conquistada.
Revistióse D. Francisco de la entereza Y ánimo levantado que jamás
le abandonaban en los casos difíciles, y sin invitar a D. Julián a que se sentase, dijo:
--Siento, caballero, tener que decirle que no me agradan los fines con
que usted se acerca a esta casa. Mi hija no se casará con usted.
--Esas palabras, señor, envuelven una acusación grave y necesito
explicaciones.
--Su vida y su conducta revelan los fines bastardos con que pretende
arrebatarme la bija.
--El señor Canónigo ha sembrado aquí la discordia y usted se ha
dejado seducir por él.
--No culpe usted a su antiguo maestro; cúlpese a sí
mismo, y desde hoy le prohibo a usted que pise los umbrales de mi casa.
--¿Me despacha usted? Esta bien. No sabe usted de lo que soy capaz
cuando se me desprecia e insulta. ¡Nunca creí que fuera usted tan insensato!
--En mi casa no aguanto, caballero, amenazas y denuestos. ¡Fuera de
aquí, canalla! --dijo, colérico, descargando una bofetada en el rostro de D. Julián.
Este, con los cabellos crispados, retorciendo los puños y rugiendo
como una fiera, se lanzó sobre el noble anciano, que cayó con estrépito en el suelo, y
ya iba a atravesarlo con la espada, cuando se presentó Brianda con dos criados armados.
Al verlos D. Julián les lanzó una mirada de desprecio y huyó rápidamente por las
escaleras, gritando: ¡Juro que me he de vengar!
II
Era la víspera de San Pedro Adbués, domingo de Carnaval.
Todos los eclesiásticos, canónigos y racioneros de todas las iglesias, juntamente con
muchos caballeros y señores principales, se disponían para celebrar aquellas fiestas con
una encamisada, la más vistosa y solemne que se había visto hasta entonces. Unos
levantaban arcos y enramadas en las calles más concurridas; otros preparaban un carro
triunfal, ricas vestiduras, jaeces para los caballos y antorchas o luminarias; en las
plazas de la Colegial, de Santo Domingo y de Santiago, se están haciendo los preparativos
para construir grandes fuentes de vino; y en todas partes se notaba extraordinaria
actividad, animación y regocijo. La fama llevó a los pueblos vecinos la pompa y
esplendor con que se iban a celebrar las fiestas de este año.
Envuelto en su capa de flor de romero y calado el sombrero hasta las
cejas para no ser reconocido, a eso de las diez de la noche, un hombre de noble aspecto se
dirige por las encrucijadas de Valcaliente, párase ante la miserable puerta de una
casucha, y después de tender una mirada de cautela a derecha e izquierda, viendo que
nadie le observaba, entra sin llamar en aquella pobre vivienda.
--¿He llegado a la hora, Rubio?
--Las diez en punto.
--¿Sin testigos?
--Ninguno.
--¿Nos oirán desde fuera?
--Jamás transita un alma a estas horas por la calle.
--Acerca dos sillas y siéntate a mi lado.
Era Silvestre Rubio un hombre que frisaba en los cuarenta años, de
ojos pequeños y vivarachos, cabello ensortijado, nariz chata, color moreno, y las
cicatrices que ostenta en la cara imprimen a su rostro ese aire propio de las gentes de
vida airada.
--Ya debes suponer --dijo D. Julián-- que cuando te busco es porque te
necesito.
--Lo supongo.
--Pues bien; mis relaciones con Brianda han quedado rotas por las
intrigas del Canónigo y por insensatez de su padre, el cual, esta tarde, me ha arrojado
de su casa, descargando en mi cara un bofetón que está pidiendo venganza.
--¿Y no le matasteis en el acto?
--Lo lancé al suelo, iracundo, y ya iba a atravesarlo con la espada,
cuando salieron corriendo en su auxilio los criados.
--Si es necesario quitarlo de en medio, aquí me tiene usted a su
disposición.
--Mañana por la noche es la encamisada; terminada ésta, el Canónigo,
con el de Orera, se retirarán tranquilos a su casa. Toma este puñal, escóndete en el
callejón por donde ellos suelan pasar, y ya sabes...
--Le aseguro a usted que habrá zafarrancho como el de marras.
--Toma esta bolsa para que tengas recursos para huir.
--Gracias. Y tenga usted en cuenta que no escapará ninguno de los dos.
III
Son las cinco y media de la tarde; el sol se esconde tras los vecinos montes y la noche comienza a tender sobre la tierra su manto de sombras. Por las calles de la ciudad hormiguea un gentío inmenso; muchos son forasteros venidos de los pueblos para presenciar la gran encamisada. En medio de la plaza de la Colegial se levanta un tablado con una artística fuente de tres caños; por uno brota vino blanco, por otro vino tinto y por otro agua. Otras fuentes parecidas a ésta se encuentran en las plazas de Santo Domingo y de Santiago. Las gentes corren de una a otra, aumentando el bullicio y la alegría. Delante de la majestuosa Basílica van congregándose los eclesiásticos, los caballeros, los músicos y danzantes de diversos oficios para dar principio a la espléndida cabalgata. Reunidos todos, organízanse, rompiendo la marcha los músicos, tocando con mucha variedad de instrumentos inspiradas piezas compuestas para este acto por el Insigne maestro D. Pablo Bruna, a quien Felipe IV llamaba el ciego de Daroca, y los danzantes bailando caprichosas danzas, propias de sus respectivos oficios. Luego sigue un magnífico castillo o carro triunfal, con cuatro sirenas engalanadas con preciosos trajes de seda y terciopelo carmesí; doce grandes cirios, cuatro a cada lado, dan con sus fulgores un aspecto fantástico al suntuoso castillo, que ostenta en medio un alto y dorado trono, en el que va sentado un niño vestido de rey; en pos van los clérigos, de dos en dos, montados en lujosas mulas y vestidos con sotanillas muy ricas; cierran la marcha los caballeros más significados, con sus sombreros de plumas, caprichosos arreos, capas blancas y de granate, cabalgando en briosos caballos, magníficamente enjaezados. Dos largas filas de hombres acompañan la brillante y nocturna procesión, alumbrando el trayecto con antorchas, grandes cirios y otras luminarias. Al pasar el carro triunfal por las bocacalles donde están apiñadas las muchedumbres, estalla una salva de aplausos, vítores y gritos de entusiasmo y de júbilo, que se prolonga largo rato, terminando en estruendosas ovaciones. Después de recorrer las calles de la Gragera, Valcaliente, San Valero, Santo Domingo y la calle Mayor, la cabalgata termina, ya bien entrada la noche, en el punto de partida, sin tener que lamentar hasta entonces ningún accidente desagradable.
IV
Eran ya cerca de las once de la noche. A la gloria del
Tabor tenía que suceder la sangrienta escena del Gólgota. Tranquilos, alegres y
en animada conversación, retirábanse a sus casas el noble Orera y su amigo el venerable
Canónigo, que habían salido a contemplar tan brillante fiesta, cuando al subir por la
calle de la Gragera, sale del escondido callejón antes nombrado un hombre, cubierto el
rostro con un antifaz, que blandiendo un agudo puñal acomete por la espalda al señor de
Orera, que cae en tierra, herido de mortal puñalada; vuélvese el Canónigo aterrado y
recibe en el acto otra en el pecho, que le parte el corazón. A los ayes de los moribundos
acude la gente, que en torno de ellos se arremolina. En tanto, el enmascarado asesino
huye, veloz como un gamo, por el tortuoso callejón, perdiéndose en las sombras. Los
cadáveres fueron recogidos; la ciudad quedó sumida en el silencio, como si una sombra
trágica tendiera sobre ella un manto de pánico y de duelo.
El Justicia D. Miguel Jerónimo dio inmediatamente orden de perseguir
al criminal que por fin fue capturado y a los pocos días ahorcado en un tablado de la
plaza pública.
Desde entonces se llama al tortuoso pasadizo la «Calle de la
traición».