(LEYENDA)
PROXIMO a
la Pueda Baja de Daroca, en la parte que mira a Manchones, yérguese un ruinoso muro
cilíndrico, conocido con el poético nombre de «El caballero del águila
blanca».
Venid, trovadores que con la lira a la espalda cruzáis errantes
los castillos de la vieja España en busca de glorias; vosotros Que cantáis amores a las
bellas y recordáis a los señores feudales las heroicas hazañas de valientes guerreros,
venid, cubierta la cabeza con el simbólico birrete, sentaos sobre los altos riscos del
castillo darocense, e inflamados del divino espíritu de la poesía, desgranad al son de
vuestro instrumento las perlas engarzadas con el hilo de oro de la peregrina leyenda de
«El caballero del águila blanca».
Era el día 1.º de septiembre de 1363. Sonidos de trompas y clarines
pregonan a sangre y fuego la guerra asoladora. Dos inmensas nubes de guerreros se
vislumbran en la lejanía; una viene del oriente y otra avanza por el ocaso; dos reyes
enemigos las impelen con el viento de furor que agita su corazón altivo y rencoroso. El
uno es alto, robusto y feroz, como un tigre de la selva; flaco y pequeño el otro, pero
astuto y audaz, como un chacal del desierto; ambos son instintos de dominación, de
iracundia y de soberbia, son perseguidores de su propia familia; el primero se llama D.
Pedro el Cruel de Castilla, el segundo D. Pedro el del Puñal de Aragón.
Ya las huestes castellanas recorren las fronteras, asaltando castillos,
talando campiñas e incendiando villas y lugares. Celébranse Cortes en Daroca para
proveer todo lo necesario para la guerra; se derriban los edificios y los árboles que
están fuera de las murallas; se abren fosos y se construyen trampas y celadas en los
barrancos que dan acceso a los muros; hombres, mujeres y niños, todos despliegan una
actividad febril; hasta los castillos vecinos de Villarroya, Anento, Langa, Visiedo,
Báguena y CelIa se reparan con increíble rapidez; se despueblan las aldeas y lugares
indefensos, refugiándose sus vecinos dentro de las fortalezas. Es nombrado alcaide del
castillo de Daroca el fiel y heroico D. Pedro Gilbert Brun, y jefes de los regimientos los
caballeros D. Pedro Martínez de la Torre, D. Gil Garlón, don Sancho Mangés, D. Juan
López de Atienza y D. Juan Jiménez de Algarada, vecinos todos de la villa. y
encargados de la defensa (le los principales torreones.
Mas ¿quién es ese caballero que lleva siempre oculto el rostro con la
visera, ostenta sobre el casco, en vez de penacho, un águila blanca, ha plantado su
pendón sobre el cilíndrico muro y ha jurado defenderlo con un puñado de bravos que le
siguen, a costa de su sangre y de su vida? ¿Quién es? ¿De dónde ha venido? ¿Cómo se
llama? Sólo el alcaide D. Pedro Gilbert conoce el Secreto del incógnito guerrero.
Ya el ejército de D. Pedro el Cruel avanza, adueñándose de Maluenda,
Tarazona, Borja y Magallón; ya Calatayud, la antigua Bílbilis, dobla su heroica cerviz
bajo el yugo del vencedor, que encendido en cólera por las frecuentes salidas de los
darocenses y por los grandes daños que a sus tropas han causado, resuelve tomar por
asalto la villa y sus fortalezas y jura vengarse cruelmente de sus habitantes; ya llega
con sus 10.000 jinetes, sus 30.000 infantes, 16 piezas de artillería otras máquinas
destructoras; ya asienta sus reales y se dispone para combatir despiadadamente la fuerte e
inexpugnable fortaleza. Los sitiados esperan con el arma al brazo. Comienzan las máquinas
su obra de destrucción, al sonido de trompas y atabales dase principio al
asalto, que luego se hace general, impetuoso, desesperante, horrible. Por todas partes
encuentran los enemigos pechos de bronce, mas fuertes que los muros que las máquinas
derriban. Al día sigue la noche y los asaltos se suceden sin interrupción, mezclándose
en espantosa armonía el estruendo de las humeantes máquinas, los choques de las armas,
el relincho de los caballos, los gritos de los jefes y los ayes de los moribundos.
Cansados de la lucha, los combatientes se dedican a enterrar los cadáveres. Durante este
descanso, el rey D. Pedro el Cruel, lee en presencia de los caballeros el siguiente cartel
de desafío, que uno de los sitiados acaba de arrojar desde las murallas: «¡Oh, rey de
Castilla! Decid al vuestro caballero de la pluma verde y que lleva por divisa una letra
que diz "Por encima de Aragón", que non es de caballeros de pro facer denuesto
a los almogávares de la torre redonda; que si tan viles le parescemos, yo le reto a
singular combate, lidiando él con su caballo y las armas que quiera, y yo sin trotón y
con mis propios dardos. Si no acepta la lid, sea tenido por felón y cobarde. El Almogávar».
El mismo día por la tarde, un heraldo del rey pregona la liza a son de timbal. En una
explanada de la vega del Jiloca, donde se alzan las tiendas enemigas, se presenta el
guerrero de la pluma verde, cubierto de hierro y montado en un brioso corcel, más negro
que la noche. No tarda en llegar el almogávar, de atlética figura; rodea su cabeza una
red de hierro; viste traje de pieles, un antifaz cubre su rostro y lleva por armas un
chuzo, una espada ancha y corta y cuatro dardos arrojadizos. Todo el ejército los
circunda, formando un vasto anfiteatro; las murallas y torres almenadas se ven cubiertas
de espectadores; la emoción embarga todos los pechos. A una señal dada prircipia el
singular combate. Lánzase furioso el jinete, enristrando la lanza, contra su adversario.
Este se ladea, hurtando el cuerpo al golpe, y aquél pasa veloz como un torbellino.
Relincha y caracolea el fiero animal, torna de nuevo al combate, y antes de acom¼ter, el
almogávar arroja un dardo, con tanta fuerza y ojo certero, que entrando la
aguda flecha por la barba del jinete, le atraviesa el cráneo hasta levantar el casco. Cae
desplomado en tierra; un grito de rabia suena en todo el campamento. El rey, montado en
cólera, manda detener al almogávar, pero éste, tomando la lanza del vencido y
cabalgando de un salto en el negro corcel, rompe el cerco que le rodea y huye, más ligero
que el viento, y antes que los enemigos le alcancen, los suyos le abren las puertas de la
plaza, que se cierran tras él, v es recibido en triunfo por todos los darocenses. El
almogávar era el caballero del águila blanca.
Antes de que la noche tienda su manto de sombras, el enemigo renueva
los asaltos con más furia que nunca y se prolongan hasta el día siguiente. Los sitiados
se defienden como leones; los episodios y actos heroicos que realizan, dignos de
esculpirse en mármoles y bronces, son innumerables. Una de las máquinas ha logrado
acercarse tanto a la muralla que amenaza abrir una ancha y peligrosa brecha en el lienzo
mural. Viendo el peligro el caballero del águila blanca, manda que lo descuelguen desde
la almena de la torre, y llevando en la diestra la espada y en la izquierda un caldero de
materias inflamables, con sobrehumano valor consigue incendiar la destructora máquina, y
con la misma cuerda es ascendido por los suyos a la torre, salvando así su vida.
Por fin, los sitiados determinan con parte de las tropas hacer una
salida por las puertas menos atacadas, logran ganar las alturas que miran a la vega y
acometen al enemigo con tal bravura y empuje que todo el paseo y camino de Manchones dejan
sembrados de cadáveres enemigos.
Viendo el rey de Castilla la imposibilidad de tomar esta plaza
fortísima y los daños considerables que recibía, se ve obligado a levantar el cerco, y
enfurecido, como una fiera, marcha ribera arriba hasta llegar al castillo de Báguena. El
caballero del águila blanca, que había tomado parte en la salida, al verse atacado y
perseguido por un escuadrón de caballería numeroso, huye a encerrarse en el citado
castillo de Báguena. Es combatido este fuerte por el rey con todas
fuerzas; resiste heroicamente el alcaide con todos los suyos. Asombrado el rey ante tan
grande heroísmo, dice al alcaide: «Veo que sois un héroe; inútil os será toda
resistencia; rendíos y entregad las llaves y os colmaré de honores y riquezas; de lo
contrarío mandaré pegar fuego al castillo». Y el alcaide le responde: «Señor, antes
prefiero morir que ser traidor». Las llamas destruyeron el castillo, muriendo dentro el
alcaide con todos los suyos.
El alcaide, vecino de Báguena y llamado lo. Miguel de Bernabé, era el
caballero del águila blanca. En memoria de esta hazaña, el rey de Aragón concedió a
sus descendientes el escudo de armas, que es un castillo, coronado por una cabeza de
guerrero, asomando por una de las troneras un brazo con un puñal y las llaves del
castillo.
Daroca alcanzó ea esta jornada el hermoso título de Ciudad y Porta
Férrea de todo el reino.