EPISODIO PRIMERO

PASAJE PRIMERO

    Oscuro total.
    Espaciadamente, se escuchan trompetas en toque de queda.
    Lentamente va llegando la luz a primer término.

    VOZ. - Es el atardecer de un día de febrero del año 1239. Estamos en el campamento del ejército cristiano, que tenía en asedio a las huestes sarracenas derrotadas en Valencia y que se habían refugiado en el castillo de Chío. Los Tercios de Daroca, Calatayud y Teruel, junto con el ejército de Valencia, todos al mando de D. Berenguer de Entenza, señor de Mora y Falcet, habían de ser testigos del hecho sublime que tuvo el siguiente comienzo, cuando caía la tarde víspera del día triunfal.

    Se repite por tres veces el espaciado toque de trompetas.
    En primer término vienen, con lanzas y escudos, los soldados FABIAN, ALONSO, JORGE y HERNAN.

    FABIAN. - . . .y así, sólo Dios sabe hasta cuándo.
    ALONSO. - Este asedio está resultando muy prolongado.
    JORGE. - No os lamentéis. Debierais saber que las guerras son así. De lo contrario, más os valiera haberos quedado en vuestros hogares... haciendo guerra continua con la esposa; guerra en la que siempre se lleva las de perder... (Sonríe abiertamente.)
    FABIAN. - No es esto cosa de mofa, caballero de Teruel. Bien ganado nos teníamos el descanso los del Tercio de Daroca... ¡Dura fue nuestra campaña en la conquista de Valencia! Y ahora, volver a soportar este cerco que hemos tendido a la morisca.
    HERNAN. - Bah! Pues yo prefiero el descanso, que no la lucha abierta.
    ALONSO. - Pero es muy embarazoso permanecer en esta incertidumbre. Aquí la guerra te sorprenderá de manera improvisada. Días largos llevamos en el asedio, sin decidir el ataque final, y siendo observados continuamente por sus sarracenos moradores.
    FABIAN. - Observados y por demás. Bien sabéis que estuvieron varias jornadas haciendo repetidas señales de fuego y malditas llamadas de trompeta que me crispaban los nervios.
    HERNAN. - Intento inútil el de ellos. ¿Quién va a escuchar su llamada de auxilio? Nadie va a poder acercarse junto a su diezmado ejército, para intentar reforzarlo y duplicar su defensa.
    JORGE. - Eran amables sus señales, ¿no lo creéis así? Al menos a mí, en el puesto de guardia, me distraían los extraños movimientos de sus antorchas. ¡Y no digamos de las trompetas! Como que desde hace unas noches, en que tan apenas se escuchan, parece que falta algo a mi sueño. Se me habían hecho ya familiares.
    HERNAN. - Cierto. Cada momento son más prolongados sus toques, y las señales de fuego tan apenas las repiten.
    ALONSO. - Opino como vos. Difícil veo que puedan recibir ayuda. Tres leguas nos separan de Játiva, que ya es poderío cristiano, y en tan corto terreno no es posible que exista fuerza infiel para acudir en auxilio de estos sitiados.
    FABIAN. - No creo yo eso, amigo valenciano. Cuando luché en tu tierra, pude conocer bien la astucia del rey moro Zaén, y no me sorprendería que en el momento final, los sitiados seamos nosotros.
    JORGE. - ¡Sería muy cómico! El gato encerrado en la madriguera de los ratones.
    HERNAN. - No habrá tiempo a que reúnan un ejército, por muchas llamadas que hagan. De todos modos, si por el Tercio de Calatayud fuera, ya habríamos iniciado el asalto. Estos moros huidos del desastre de Valencia no podían estar muy fuertes para la lucha, y los habríamos aniquilado al instante.
    JORGE. - Prefiero que haya sucedido así. ¡Me divierten las guardias! Paseítos de aquí para allá... y ¡andando se quita el frío!
    ALONSO. - Buena falta va a hacernos en esta noche. ¡Por Dios que sí que hace frío! Por eso me agrada la lucha; para entrar en calor.
    FABIAN. Pronto tendrás ocasión para ello, según pienso. Pues no está lejos el día en que D. Berenguer ordene el asalto. ¡Y hora es ya! que ha sido mucho fiar en la debilidad del moro, y darle ocasión para que adviertan el sitio que le tenemos tendido.
    JORGE. - Tendido voy a quedar yo en la guardia de esta noche. Si no tengo función de antorchas con música de trompetas... ¡ seguro que me coge bien fuerte el sueño!
    HERNAN. - Cierto es; en todo el día de hoy no se han dejado sentir sus llamadas. JORGE. - Seguro que habrán quedado sin aire en los pulmones, y habrán pensado mejor aprovechar el fuego de sus hogueras para calentarse.
    FABIAN. - Si es así, puedes prepararte para un ataque inmediato.
    JORGE. - Lo que hemos de prepararnos es para el relevo de la guardia.
    ALONSO. - Dices bien; no debemos retrasar por más tiempo nuestra presencia.
    HERNAN. - Si al menos los moros se rindieran...
    FABIAN. - Que Dios disponga lo mejor, pero... cuanto antes.

    Durante el diálogo han cruzado el primer término, y se encuentran ya en el lado opuesto de la escena, por donde desaparecen.
    Las luces bajan lentamente de intensidad, hasta desaparecer; al mismo tiempo ha llegado una luz de noche a la parte derecha de la escena.
    Allí se encuentran BLASCO, CELADAS y MAZA.

    BLASCO. - Esperemos que las órdenes de nuestro general, D. Berenguer, nos permitan asaltar ese castillo.
    CELADAS. - Es sospechoso el silencio de los sarracenos.
    MAZA. - Diría yo que están dispuestos a rendirse. Es mucho el asedio que les tenemos impuesto, y no podrán resistir más.
    CELADAS. - Supondría un enorme gozo para el general. El no quiere que se derrame la sangre. Por ello se planeó este sistema de bloqueo.
    BLASCO. - D. Berenguer debe poseer noticias más concretas, pues aquí llega.

    Por el fondo llega D. BERENGUER, y al reunirse con los capitanes éstos le hacen una breve reverenda.
    D.BERENGUER tras saludar a cada uno de ellos, se sitúa en plano preferente.

    D. BERENGUER. - Mis valerosos capitanes... Blasco tenaz y constante líder de los Tercios de Daroca, paladín de la victoria de Valencia... Celadas, que bien sabe de lo sangriento de esta guerra con sus héroes de Teruel... Maza, capitán de los Tercios de Calatayud, que buen servicio prestan a nuestro Rey D. Jaime, que Dios guarde... (En tono más familiar.) Ocasión vais a tener de demostrar, una vez más, vuestro amor al trono. Tengo nuevas que comunicaros.

    D. BERENGUER se sienta. Los demás permanecen a su alrededor; bien sentados, bien de pie.

    D. BERENGUER. - Los sitiados moros, como sabéis, han venido lanzando en estos últimos días, angustiosas llamadas en petición de ayuda. En un principio creíamos que no podían recibir respuesta, y nos confiamos para darles unas esperanzas casi imposibles, aumentado de esta forma su inquietud y su desánimo. Parece ser que nuestros planes no son del todo ciertos. El Rey Zaén, desde su castillo de Chio, ha recibido contestación a su llamada, y espera le lleguen los ansiados refuerzos. No podemos esperar más. El cerco no ha agotado al enemigo. Gracias hemos de dar a Dios, que tenemos los hombres siempre dispuestos.
    BLASCO. - General... Quisiera insistir sobre lo que siempre me produce temor. ¿Creéis en la fidelidad del rey moro destronado que se unió a nuestros ejércitos?
    D. BERENGUER. - ¿De don Vicente Belbis?
    MAZA. - Mejor diría yo de Zery Abuzety.
    D. BERENGUER. - Caballeros... (Con severidad.) Una vez más y para siempre, quiero alejar de vos tan lógicos temores. Zery Abuzety, el rey moro derrotado por nuestros ejércitos, llamado por su conversión al cristianismo D. Vicente Belbis, es, como vosotros, un caballero digno de la mayor confianza nuestra.
    CELADAS. - Grandes pruebas de ello nos ha dado.
    BLASCO. - Cierto es que sus soldados, moros entonces, parecen auténticos infantes cristianos. Pero D. Berenguer, la sangre de ellos no es la nuestra, y en momento tan decisivo, humano es pensar en una... traición.
    D. BERENGUER. - Por ello quería anunciaros que todo cuanto sabemos de los movimientos sarracenos, son servicios de D. Vicente, el antiguo rey moro. Y gracias a él podemos adelantarnos a las intenciones enemigas. Precisamente hoy, al cesar las llamadas desde el castillo, le encomendé indagara las causas y los proyectos de la morisca.
    MAZA. - Y si no ha regresado para informar, prueba evidente será lo que... Se interrumpe al escuchar una lejana voz y un rumor de armas.
    UNA VOZ LEJANA. - ¡¡Ah, de la guardia...!! ¡¡La guardia!!

    Por primer término llegan presurosos cuatro o seis soldados, que se aprestan a la defensa junto al lugar que ocupan los capitanes.
    Los capitanes se levantan sorprendidos, en espera de los acontecimientos. Ruido lejano de lucha.
    Poco después llegan varios soldados sujetando a dos moros y a una mujer mora, ZORAIDA, que viene con signos de haber luchado.
    Otros soldados cristianos llegan al lugar, llevando antorchas encendidas. Los que traen a los soldados moros y a ZORAIDA, les obligan a caer de rodillas ante D. BERENGUER y los capitanes.

    D. BERENGUER. - ¿Qué es ello, soldados?
    SOLDADO. - Mi señor; los hallamos medio ocultos en la proximidad a nuestro puesto de guardia.
    D. BERENGUER.-¿Y la mujer?
    SOLDADO. - Venía delante de ellos.
    ZORAIDA. - ¡Me perseguían!
    SOLDADO. - (Zarandeándola.) ¡Calla, perra!
    D. BERENGUER. - Dejadla hablar.
    ZORAIDA. - ¡Me perseguían, señor! Fui sorprendida y huí de ellos... Pero me dieron alcance. Me escapé... pero ¡me persiguieron más y más!
    D. BERENGUER. - ¿Quién eres y qué hacías entre estos hombres?
    ZORAIDA. - Me llamo Zoraida. Mi señor Zery, a vuestro servicio, me envió al campo infiel para conocer sus planes.
    MAZA. - ¡Original forma de obtener informes del enemigo! Original es esta treta de nuestro fiel amigo D. Vicente. (Lo ha dicho con ironía.)
    CELADAS. - ¿No será añagaza del enemigo?
    BLASCO. - ¿Qué habrá de cierto en lo que nos dice esta mujer?
    ZORAIDA. - Ante el Dios que nos ve, juro que no miento, señor.
    BLASCO. - Podrían confirmarlo sus perseguidores. (A los moros.) ¡Hablad vosotros!
    SOLDADO. - (Tras una pausa.) ¡Hablad, perros! ¿No habéis oído! ¡¡Hablad!!

Por el foro ha aparecido D. VICENTE.

    D. VICENTE. - No os esforcéis, caballeros; es inútil.

    Todos se vuelven. Un instante de admiración. D. VICENTE, con reposo, se acerca al grupo.

    CELADAS. - ¡Zery!
    MAZA. - ¡El rey moro convertido!
    D. BERENGUER. - ¡D. Vicente!
    ZORAIDA. - (Siempre de rodillas se abraza a los pies de D. Vicente.) ¡Mi señor...!
    D. VICENTE. - Es inútil, digo. No hablarán. Es una vieja costumbre mora, caballeros. A estos perros de presa, puestos para atrapar espías, ante el peligro de ser apresados, se les cortaba la lengua para que no pudieran hablar...
    MAZA. - ¿Es posible?
    D. VICENTE. - No os extrañe, caballero Maza. Yo hube de hacer lo mismo con muchos de ellos. Así el secreto está asegurado, por mucha tortura que se les dé.
    D. BERENGUER. - Eso es una crueldad. ¡Un crimen!
    BLASCO. - ¡Fanatismo maldito!
    D. VICENTE. - Cada uno entiende a su manera la guerra, y previene su seguridad. ¡Comprobadlo!

    Se aproxima a los moros. Los toma uno a uno por la barbilla y les obliga a abrir la boca.
    Ante el espanto general, los moros sólo lanzan gemidos.

    D. BERENGUER. - Conducidlos hasta la puerta de su castillo. ¡No podemos tener de prisioneros hombres mutilados por la maldad!

    Los soldados levantan a los moros.

    D. VICENTE. - Mi señor D. Berenguer. Sería más cristiano guardarlos entre nosotros. Vuestro perdón puede servirles de mucho. Al menos, para conservar la vida. Entre los suyos, la perderían. No podrían perdonarles tal fracaso, y serían degollados nada más traspasar las puertas del castillo.
    D. BERENGUER. - Gracias, D. Vicente. No sabe uno hasta dónde puede recibir lecciones de humanidad. (A los soldados.) Cuidad de ellos, tal como si fueran de los nuestros.

    Los soldados se llevan a los moros, acompañados por los que llevaban antorchas.
    Quedan únicamente en escena D. BERENGUER, D. VICENTE, ZORAIDA y los tres capitanes.

    D. VICENTE. - (Ayudando a levantar a Zoraida.) Zoraida... cuenta; qué te hicieron.
    ZORAIDA. - ¡Mi señor...! Tal como mandaste, llegué hasta el castillo, fingiéndome errante del desastre de la guerra. Durante unas horas permanecí entre la gente y comprobé las fuerzas que tienen concentradas. Hube de soportar tratos groseros de los soldados. Poco a poco me iba enterando de la situación. Casi me faltaban fuerzas para resistir; la brutalidad de los soldados era cada vez mayor... Por fin, engañando a un centinela, pude escapar. Alguien me vio y lanzó tras de mí a esos dos... desgraciados. ¡A duras penas conseguí librarme cuando me sorprendieron!
    D. VICENTE. - Y, bien; explica el resultado de tus gestiones.
    ZORAIDA. - Zaén ha reunido un numeroso ejército.
    MAZA. - ¡ Incomprensible!
    ZORAIDA. - Es cierto, señor...
    BLASCO. - Muchas han sido sus señales en los últimos días, pero nadie podía suponer...
    ZORAIDA. - Han sido muchos grupos armados, que estaban acampados en las montañas, los que se han unido a las gentes del castillo.
    D. BERENGUER. - Teníamos bien vigilados los accesos a la fortaleza.
    D. VICENTE. - La astucia es un arma más del enemigo. No debemos olvidarlo.
    BLASCO. - ¿Cuántos hombres dispondrán en el castillo?
    ZORAIDA. - Creo recordar que dijeron pasaban de los treinta mil...
    D. BERENGUER. - ¿Treinta mil sarracenos...?
    MAZA. - ¡No es posible!
    CELADAS. - Mucho debéis ponderar, mujer.
    ZORAIDA. - No es agrado mío dares noticia tan desesperada. Pero podéis contar que ése es nuestro enemigo.
    BLASCO. - ¡Treinta mil hombres, contra... sólo nosotros!
    ZORAIDA. - Queda más, señor. Tienen intención de poner cerco a vuestro asedio.
    D. BERENGUER. - (Contrariado.) Pretender pasar de sitiados a sitiadores.
    BLASCO. - Y cogernos entre dos frentes.
    MAZA. - Es preciso tomar una decisión.
    ZORAIDA. - Me permito rogaros que sea rápida. Pues quieren comenzar el asalto mañana mismo.
    D. BERENGUER. - (Con sentimiento.) Mañana... mañana mismo... (Un silencio angustioso. Medita cabizbajo. Reacciona) Mujer, tu servicio ha sido el de un valeroso capitán; con tu riesgo nos has salvado. Que Dios premie tu sacrificio y tu abnegación.
    ZORAIDA. - Que El nos ayude, señor.
    D. BERENGUER. - (Llamando a la guardia.) Soldados.

    Por la derecha llegan cuatro soldados.

    D. BERENGUER. - Acompañad a esta mujer al campamento.

    Los cuatro soldados acompañan a ZORAIDA.

    D. BERENGUER. - (A D. Vicente.) D. Vicente, doble mérito tiene vuestra presencia en nuestro ejército. Sois general de vuestros propios soldados, sumados a la causa que va a reconquistar España para la Cruz. Y, por añadidura, empleáis vuestra astucia en el servicio de nuestra defensa. Seguimos confiando en vos, D. Vicente.
    MAZA. - Contad con mi admiración.
    BLASCO. - Y con mi respeto.
    CELADAS. - Y con el apoyo de todos los Tercios de Teruel.
    D. VICENTE. - Gracias, caballeros. No hago sino corresponder al rasgo generoso que me permitió renegar de   mis errores, contándome como un cristiano más en esta ardua reconquista del suelo español.
    D. BERENGUER. - Caballeros; hemos de planear el ataque y la defensa al mismo tiempo. Os ruego me deis tiempo para meditar. Desearla que igualmente tuviera noticia de todo el capitán del ejército valenciano, D. Guillén. Celebraremos Consejo esta misma noche. También quiero consultar mi decisión con Mosén Mateo Martínez.
    BLASCO. - Bien pensado, D. Berenguer. Pues Mosén Mateo, preclaro hijo de Daroca, que voluntariamente abandonó su parroquia de San Cristóbal para sumarse a la tarea espiritual de esta lucha contra el moro, es hombre de probado saber y de acertado consejo.
    D. BERENGUER. - Estáis, pues, caballeros, convocados en este mismo lugar, para tomar la decisión en que ha de jugarse la reconquista del reino de Valencia.

    D. BERENGUER abandona el grupo, saliendo por el fondo.
    Las luces van perdiendo intensidad.
    Llega una música de intriga, que envuelve el ambiente.
    Entre tanto, con lentitud, los cinco personajes abandonan la escena, al tiempo que se hace el oscuro total con el que termina el pasaje primero.

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